2.    DE QUIÉN HAY QUE SALVAR ESPAÑA

3.    POR QUÉ HAY QUE SALVAR ESPAÑA

 

«El revolucionario quiere mudar de baraja; el contrarrevolucionario, de juego».

Nicolás Gómez Dávila

 

Llegados a este punto, creemos que no se pueden contemplar más que dos opciones para la salvación de España; como máximo, tres. Una sería una mixtura de las otras dos opciones que vamos a contemplar aquí. Y decimos contemplar porque, en realidad, consideramos que sólo existe una opción, como defenderemos. Aun así, es verdad que esta opción es, probablemente, la menos obvia y la más difícil de conseguir. Humanamente, casi imposible. Pero vamos a ello.

Primera opción. La vía nacionalista: «acabar» el nacionalismo español

Como vimos, el nacionalismo es, esencialmente, una ideología; como todas, es un producto de la Revolución. Es decir, es un producto de laboratorio. En concreto, el nacionalismo piensa la nación, la idealiza y, en el que es probablemente su mayor pecado, la sacraliza. El filósofo Fernando Savater sintetizó bastante bien este fenómeno: «El nacionalismo es una inflamación de la nación igual que la apendicitis es una inflamación del apéndice».

Así, el nacionalismo, nacido como tal con la Revolución francesa, considera que a cada nación le corresponde un Estado. Tendrá dos vertientes: una hija de la Ilustración, que atribuye la pertenencia a la comunidad en virtud de un proyecto político determinado, y otra hija del Romanticismo que, a diferencia de la anterior, es de carácter organicista y atribuye la pertenencia a la nación en función de criterios etnolingüísticos. La Francia revolucionaria, por ejemplo, encarnaría a la perfección el primer caso: «La “Nación Francesa”, sujeto moral de la Revolución, era una nación constituida y unificada en virtud de un proyecto político: la liquidación del Antiguo Régimen y la inauguración de un nuevo orden social. Su patrimonio común era un patrimonio político: la libertad, la igualdad y la fraternidad; (…) Esta nación se afirmaba contra los políticamente diferentes, no contra los culturalmente diversos1». Por el contrario, el nacionalismo germano, al igual que el catalán, por ejemplo, serían ejemplos del segundo. Por supuesto, puede haber casos de un nacionalismo mixto. Sea como fuere, el nacionalismo sostiene que las naciones son entes primarios, naturales, que a cada nación le corresponde un Estado, como decíamos, y va además asociado indisolublemente a la idea de soberanía.

Pero por mucho que el nacionalismo sea una elaboración doctrinal, tampoco puede sustentarse en el vacío, sino que debe tener una base previa. Así, definir el sujeto del nacionalismo, la nación, ha sido sin duda una de las cuestiones más polémicas y que más discrepancias han supuesto en la filosofía política moderna. Citaremos dos definiciones, por poner unos ejemplos:

  1. La definición clásica de Renan: «Una nación es, pues, una gran solidaridad, constituida por el sentimiento de los sacrificios que se han hecho y de aquellos que todavía se está dispuesto a hacer. Supone un pasado; sin embargo, se resume en el presente por un hecho tangible: el consentimiento, el deseo claramente expresado de continuar la vida común. La existencia de una nación es (perdonadme esta metáfora) un plebiscito cotidiano, como la existencia del individuo es una afirmación perpetua de vida».
  2. La de Giuseppe Mazzini: «La asociación de todos los hombres que, agrupados por la lengua, por ciertas condiciones geográficas o por el papel ejercido en la história, reconocen un mismo principio y marchan, bajo el impulso de un derecho unificado, a la conquista de un mismo objetivo definido. La patria, es, antes que nada, la consciencia de la patria».

Patria y nación, como vemos, fácilmente se pueden confundir, aunque en sus acepciones clásicas no son lo mismo.

Es momento, pues, de ir al caso concreto del nacionalismo español. En primer lugar, fue éste impulsado por los liberales, es decir, por los propios españoles contrarios a la Tradición, al ser histórico de España. Las nociones modernas de ‘nación’ y de ‘soberanía’ encontraron un fuerte rechazo entre los católicos de toda la vida, aunque inevitablemente, con el tiempo, acabarían penetrando en sus categorías políticas, al menos en algunas capas —sobre todo la nación—. En la mente de estos liberales estaba, por encima de cualquier otra consideración, la intención de «modernizar» España, es decir, el nacionalismo español se hizo contra la España preexistente. En este contexto hizo lo que pudo, pues, por crear la conciencia nacional. Sí, crearla, porque el nacionalismo es una construcción, insistimos. ¿Significa eso que no hubiera una conciencia colectiva previa sobre el hecho de ser español? No, en absoluto: sí que la había. Significa que una categoría política nueva debe esforzarse y trabajar para imponer su visión de las cosas. Como explica el profesor Alfredo Cruz Prados, «(…) la nación de la que habla el nacionalismo no existe realmente. La nación no es una realidad objetiva y previa al nacionalismo, presente y patente para todos —nacionalistas y no nacionalistas—, a partir de la cual puede surgir en unos la actitud nacionalista, y en otros no. (…) En verdad, es el nacionalismo el que precede a la nación y la crea2».

El nacionalismo español tuvo que enfrentar, pues, varios problemas: uno, la oposición interna de los partidarios del Antiguo Régimen, que, si bien estaban dispuestos a derramar su sangre por su religión, su rey y su patria, rechazaban las categorías filosóficas que llevaba implícito el nacionalismo; dos, la realidad histórica española, una realidad —sobretodo lingüística y política— heterogénea, fruto de la fragmentación producida tras la invasión islámica y la Reconquista; tres, un desarrollo económico y del sistema educativo deficiente, que «obstaculizó la integración y la formación de la conciencia nacional3». Además, coincidió en el tiempo con un periodo de decadencia, de pérdida del Imperio, que concluyó con el batacazo tremendo del Desastre del 98, con todo lo que supuso para la percepción propia, para la misma identidad española. Todo esto haría que acabaran por surgir en la propia España nacionalismos que rivalizaban con el español, los que algunos llaman nacionalismos periféricos. Así las cosas, algunos autores sostienen que el nacionalismo español no acabó su tarea, es decir, no acabó de construir la nación, entendida ésta en su acepción moderna y revolucionaria, insistimos. No les falta razón: el nacionalismo español se quedó a medias.

¿Cuáles son las opciones, pues, del nacionalismo español? Hay que distinguir, en primer lugar, las diferentes corrientes existentes, que sintetizaremos en dos por ser las más obvias y potentes, ver dónde convergen y dónde difieren.

  1. La opción constitucionalista. Es la versión moderada del nacionalismo español, la de los más acomplejados y políticamente correctos. Por ser claros: la del PP y Ciudadanos, aunque estos últimos sean ya prácticamente irrelevantes políticamente. Es un nacionalismo del tipo ilustrado, puramente político, que gira en torno a la Constitución del 78. Son incapaces de ver que ésta es, precisamente, uno de los elementos causantes de la descomposición actual de España. No pasan de la banderitis, de la democracia y del servilismo a Bruselas. De hecho, son siervos de la plutocracia globalista; por tanto, en última instancia harán lo que dicten sus amos. Viven presos en el marco mental progresista, es decir, izquierdista, el de sus supuestos rivales políticos. Acomplejados e incapaces de cualquier iniciativa política que pueda poner en duda su corrección política porque son de centro centrista moderado, por supuesto. Algunos verán aquí acritud: no les decimos que no la haya; pero, en realidad, lo aquí dicho lo es con ánimo descriptivo. Son pusilánimes y cándidos, esa es la realidad, y cuando el PP gobierna no cambia nada sustancial. Con suerte, habrá alguno que cuestione aunque sea alguno de los principios de la Revolución.
  2. La opción «identitaria». Vamos a entrecomillar por la indefinición del término, pero sería, por así decirlo, un nacionalismo español más desacomplejado. O sea, el de Vox, por ser más claros. Con más banderitis que el «constitucionalista» pepero si cabe, tiene al menos la valentía de no andarse con tantos remilgos, y no le importa enfrentarse políticamente a sus rivales ni obra con miedo de salirse, hasta cierto punto, de la corrección política. Sigue, sin embargo, siendo fiel al Régimen del 78 y al Borbón amigo de los masones. Por si fuera poco, filosionista. Rechaza, eso sí, la Agenda 2030, que no es poco. Hay que puntualizar que existen otras corrientes identitarias más «radicales» que repudian la Constitución y a Felipe VI, pero son menores e incluso se encuentran, en algunos casos, integradas en Vox. Podemos encontrar aquí sectores que cuestionen algunos principios de la Revolución, aunque no todos.

Con sus diferencias, que las tienen, en el fondo ambos son hijos de las mismas premisas filosóficas, las de la Modernidad. Por tanto, en sustancia son lo mismo; son diferentes sólo superficialmente, aunque aquí las diferencias sí que pueden ser más manifiestas que entre PP y PSOE.

La cuestión sería, pues, saber si alguno de ellos, o los dos juntos, podría salvar España. Veamos. El PP, por sí solo, lo máximo que podría hacer sería mantener el desorden actual. Es demasiado cobarde y acomplejado como para tomar las medidas necesarias para atajar los problemas que tiene España. Está tan pendiente del qué dirán que les tiene incapacitados. Además, ese nacionalismo cursi y endeble de la Constitución no tiene la fuerza necesaria para atraer prácticamente a nadie, fuera de aquellos bóvidos mansos que aspiran a que no pase nada. Les votan varios millones de ciudadanos, conque hagámonos cargo de la situación general del país.

Vox, por su parte, es percibido por muchos españoles como demasiado radical. Es el ogro ultraderechista. ¿Lo es realmente? No, ni mucho menos, pero da igual porque en este mundo nuestro, lamentablemente, y sobre todo en política, es la percepción la que cuenta. Tiene el mérito de haber roto una cierta barrera consiguiendo una buena representación parlamentaria para un partido constantemente vilipendiado desde los medios de comunicación, que además no puede hacer campaña con normalidad en bastantes lugares de España porque sus actos y sus militantes son atacados. Curiosamente, los mismos que les atacan son los supuestos demócratas, los que dicen tener miedo de «perder derechos» si Vox toca poder. Ahí tienen ustedes la concepción totalitaria de la izquierda: sólo es lícito que gobiernen ellos, los supuestos demócratas pata negra. Vox sí que contempla en su programa algunas acciones que permitirían, al menos en teoría, consolidar un nacionalismo español fuerte y efectivo, como por ejemplo la recuperación por parte del Estado de las competencias en educación o acabar con el Estado de las Autonomías, aunque habría que ver si, llegado el momento, se atreverían a tanto. En cualquier caso, Vox está ahora mismo lejos de estar en posición de llevar a cabo sus políticas.

¿Y la combinación de ambos, PP y Vox? Si contaran con una fuerza parlamentaria suficientemente importante entre ambos, podrían, quizá, llevar a cabo las medidas necesarias para cerrar el círculo del nacionalismo español. Pero el PP, hemos insistido, carece del carácter necesario. ¿Qué medidas serían esas? Para empezar, ilegalizar a los partidos separatistas; es inconcebible que una nación que pretenda sobrevivir albergue en sus instituciones ni más ni menos que a aquellos que pretenden descuartizarla. De forma imperativa, este Estado nacional debería hacerse cargo de la educación, que de ninguna manera puede estar en manos de los separatistas, por razones obvias. El Estado, además, debería tener presencia en lugares de España en los que directamente ha desaparecido. Debería hacerse respetar también ante los países extranjeros, en especial ante los hostiles, como Marruecos. Y debería recuperar la autoridad perdida también interiormente; no sólo a nivel de seguridad, sino también de inmigración; una nación fuerte no puede permitir que su política de inmigración sea determinada desde Bruselas, ni que entren inmigrantes procedentes de cualquier rincón del mundo sin el menor control.

Bien, pues aun en el supuesto caso de que esto fuera posible, y creemos que no lo es, a la larga España seguiría estando perdida. Las resistencias internas que la aplicación de estas medidas tendría serían tan grandes que habría que ver en qué desembocarían. Pero no es sólo eso. Ya dijimos en su momento que el mismo nacionalismo español era uno de los enemigos de España, al menos de la España tradicional, y que éste se intentó forjar precisamente contra ella, que había que «modernizar» España. Por lo tanto, desde el problema no se puede ser solución. No se pueden solucionar los descalabros a los que nos ha llevado el mal llamado progreso desde las premisas filosóficas que los han ocasionado, que son las de la Revolución, las liberales. Éstos jamás entendieron que el factor principal de la unidad de España, lo que hizo que fuera unidad y no unión, fue el catolicismo: lo que se conoce como unidad católica. Sobre su pérdida advirtió Marcelino Menéndez Pelayo: «El día en que acabe de perderse retornaremos al cantonalismo de los arévacos y de los vectones o de los reyes de Taifas». Perdida, pues, y frustrado el proceso de nacionalización, es lógica la situación en la que nos encontramos, y muy difícil acabar ese proceso de nacionalización más de cien años después. No diremos imposible, pero sí muy difícil.

Las premisas filosóficas de las que hablamos, además, igual que permitieron el surgimiento de los nacionalismos, en este caso del español, que es el que nos ocupa, permitieron el de los nacionalismos internos rivales del español. Es preciso reconocer que, si nos atenemos la concepción moderna de la nación, tanto España en su conjunto como algunas de sus partes, por ejemplo Cataluña, tienen elementos como para tener tal consideración. Si no todos, sí algunos. Es lo malo del nacionalismo: que al crear la nación lo hace subjetivamente.

Así las cosas, el nacionalismo español podría, quizá, salvar de su descomposición a la nación española; podría hacer más fuerte, quizá, al Estado; podría mantener, como máximo, pues, la unidad política, y aun así seguiría siendo revolucionario, es decir, moderno —nos condena, en última instancia, a otro totalitarismo, que es a lo que aboca irremediablemente la Modernidad–. Pero mientras no haya unidad espiritual, mientras no haya verdadera comunidad, es decir, comunión entre los propios españoles, lo máximo que se podrá alcanzar es aquello de la conllevancia, pero no la convivencia. Es, en última instancia, una vía muerta.

Segunda vía: la mixta. Colaboración entre nacionalistas semicontrarrevolucionarios y contrarrevolucionarios

Los liberales del siglo XIX español, aun siendo todos revolucionarios, tenían sus diferencias entre ellos. Vendría a ser como las que tienen ahora PP y PSOE, que no son profundas sino superficiales. En realidad, como dijo Balmes, los llamados conservadores no tienen otra función que conservar la Revolución. Por eso, cuando el PP gobierna, en realidad no cambia apenas nada. A veces sucede también, y aquí ya no hablamos de los partidos actuales, que los revolucionarios difieren unos de otros en cuanto a la intensidad con la que deben llevarse a cabo los cambios que defiende la Revolución que, al ser en sí misma un proceso, varían según la época. Correa de Oliveira sostiene —con acierto, creemos— que existen tres clases de revolucionarios:  los de pequeña velocidad, que son los que se dejan arrastrar por la Revolución; los de velocidad lenta pero con “coágulos”, es decir, que rechazan alguno de los elementos revolucionarios, y los semicontrarrevolucionarios, o sea, los que se oponen, ahora ya sí, a los principios de la Revolución, aunque no a todos.

Bien, pues una colaboración o alianza entre estos últimos y los contrarrevolucionarios «puros» parece, ahora mismo, la única opción ya no digamos probable, sino al menos posible, de evitar que lo que queda de Occidente, de Europa, de España, caiga en el abismo más oscuro. Ambos deben entender que, en primera instancia, está en juego la propia supervivencia, no sólo unos principios o una nación. A partir de aquí, sería necesario adoptar una estrategia defensiva común que ponga freno al proceso revolucionario. Si esto se lograra, se llegaría a un momento en que los semicontrarrevolucionarios deberían finalmente tomar una postura clara: o Contrarrevolución o Revolución a medias. O cae el Sistema o no. Y no lo duden, debe caer en todos los órdenes. Por tanto, en todos los órdenes debe ser combatida:

  1. En el teológico: ateísmo, deísmo, panteísmo, gnosticismo, «libertad» religiosa e igualitarismo religioso, sincretismo.
  2. En el filosófico: relativismo, nihilismo, hedonismo.
  3. En el antropológico: antropocentrismo, aunque incluso éste va perdiendo fuerza en favor de los animales y la madre Tierra; transhumanismo.
  4. En el político-ideológico: Secularización e ideologías de la Modernidad, desde el liberalismo a sus derivados más recientes como la ideología de género o el ecologismo; el concepto de libertad liberal —libertad negativa, sin criterio, un mero voluntarismo—; el Estado moderno, el globalismo, el progresismo, el igualitarismo y la democracia, no entendida como modo de elección del gobierno —cosa discutible— sino entronizada como única forma posible y fundamento del Estado.
  5. En el derecho: derecho positivo y negación del derecho natural.
  6. Económico: capitalismo.
  7. Y social: contractualismo, atomización, individualismo, desarraigo.

O sea que, en última instancia, si una colaboración entre revolucionarios de velocidad lenta —muy poco probable— o semicontrarrevolucionarios —más probable— con los contrarrevolucionarios llegara a triunfar y acabara con el globalismo progresista, el peligro más inminente y causante de otros desvaríos y calamidades como la sustitución étnica, debería resolverse la cuestión última de en qué fundamentar el orden resultante: o se consolida la opción nacionalista —semicontrarrevolucionaria— y, por tanto, se permanece en la Revolución, o triunfa la Contrarrevolución y se instaura un orden social cristiano, pero no se puede vivir entre dos aguas, al menos no mucho tiempo. El problema es que a los semicontrarrevolucionarios les disgustan los frutos de la Revolución pero no entienden que son precisamente causados por algunas de sus premisas filosóficas. Lo que toda la vida se ha dicho poner tronos a las premisas y cadalsos a las consecuencias.

Con todo, para que llegase a darse siquiera la opción de que esta alianza pudiera producirse, nos tememos que tendría que producirse primero un periodo de convulsión tal que pusiese a todos aquellos que no han perdido el juicio del todo y que tengan aún instinto de conservación en una situación límite. Parece, por tanto, momento de formarse, de tomar conciencia de la problemática y de prepararse para lo que pueda venir.

Tercera opción: la vía contrarrevolucionaria o tradicional

Aunque venimos hablando prácticamente desde el principio de la Revolución, con mayúscula, hemos preferido esperar a precisar su significado hasta aquí para definir, al tiempo, a su antítesis, la Contrarrevolución. Así, la Revolución es un término más amplio que el aplicado a las revoluciones concretas. Daremos, por tanto, algunas definiciones:

  1. La propia: La Revolución es el proceso de socavamiento, desplazamiento y destrucción de la civilización cristiana con el objetivo último no sólo de apartar al hombre de Dios, sino de sustituirle. Es decir, la Revolución es, primariamente, antropológica, y sólo secundariamente será política, económica y social.
  2. La definición de Albert de Mun: «La revolución es una doctrina que pretende fundar la sociedad en la voluntad del hombre, en lugar de fundarla en la voluntad de Dios4».
  3. La definición de Monseñor Gaume: «Soy Dios destronado y el hombre puesto en su lugar (el hombre llegando a ser él mismo su fin). He aquí por qué me llamo Revolución, es decir, trastocamiento…”5».

Así pues, resulta fácil definir el término ‘contrarrevolución’: es lo contrario de la Revolución. En palabras de Vallet de Goytisolo, «la contrarrevolución es el principio contrario, es la doctrina que hace apoyar la sociedad en la ley cristiana6».

¿Y qué tiene que ver esto con la improbable salvación de España? Mucho, tiene que ver mucho porque, como hemos visto, lo que unió España, por encima de cualquier otra cosa, fue la religión; hablamos, pues, de nuevo, de la unidad católica.

 La historia de España ha corrido, en algunos aspectos, por un camino diferente al de otros países europeos. Si bien todos ellos tienen en su base la religión cristiana, sólo aquí los musulmanes ocuparon el territorio, en mayor o menor medida, por espacio de ocho centurias. Si bien los mahometanos fueron frenados en tierras galas en la batalla de Poitiers, frenados con gran coste por los húngaros en Mohács o derrotados en la mítica batalla de Lepanto —Francia formó alianza con los turcos, que no se olvide—, sólo aquí hubo necesidad de combatirles en suelo propio durante un periodo prolongado, muy prolongado, de tiempo; eso, de alguna manera, debía de influir en nuestro devenir histórico y en nuestra propia configuración interna. España, además y a diferencia de otros, no es un país completamente homogéneo, aunque algunos que presuntamente lo son, no lo son tanto, en realidad. Pero es así: España es lo que un moderno diría un país diverso. Y esto, en sí mismo, no es ni bueno ni malo. Pero lo que es un hecho es que lo que sirvió de amalgama para la unidad política tras la Reconquista fue, sin duda, la religión. «Es, de consiguiente, el Catolicismo, un elemento intrínseco y esencial en la constitución real y legal de la sociedad española; es el fundamento más hondo de nuestra nacionalidad y el eje sobre el que gira nuestra legislación y toda nuestra vida social», dijo Torras i Bages7, en la misma línea que tantos otros, desde monseñor Zacarías de Vizcarra hasta Ramiro de Maeztu, pasando por Balmes o Vázquez de Mella. Perdido este elemento esencial, pues, no debería sorprenderse nadie de la deriva política de España desde que, en mala hora, entraron las ideas liberales. Dejamos de ser nosotros mismos para fijar nuestra atención en las ideas provenientes de Francia, un enemigo histórico. Sin unidad católica, pues, no habrá unidad en España. Habrá otra cosa, quizá, pero unidad, formando entre todos uno —aun conservando cada uno su propia idiosincrasia—, no. Hacemos nuestras, pues, las palabras de Vázquez de Mella: «Sin la unidad moral en ninguna parte y con la discordia en todas, nación y patria se extinguen. Sólo quedará el nombre aplicado a un pedazo variable del mapa. Unidad de creencias y autoridad inmutable que la custodie, sólo eso constituye nación y enciende patriotismos8». La Reconquista, la obra de España en América, la Contrarreforma, Lepanto, la resistencia al francés, la Guerra Realista, los malcontents, las Guerras Carlistas, la guerra del 36… Todo ha girado en torno a lo mismo: «La Religión Católica es, pues, el fundamento, la piedra angular del cimiento de la nación española9».

¿Significa esto que sea la Iglesia la que debe ejercer el poder político? No, no es eso; a cada uno lo que le corresponde. Pero sí significa que el espíritu cristiano debe impregnar las instituciones, el derecho, la política, la economía, la comunidad… Debe impregnarlo todo. En palabras de Plinio Correa de Oliveira: «Realmente, el fin de la sociedad y del Estado es la vida virtuosa en común. Ahora bien, las virtudes que el hombre está llamado a practicar son las virtudes cristianas, y de éstas la primera es el amor a Dios. La sociedad y el Estado tienen, pues, un fin sacral10». El Estado, aun siendo temporal y no de origen divino, no puede ser ajeno a la religión, a la única verdadera, y debe ayudar a la Iglesia a desarrollar su misión, que es salvar almas. Debe haber una cooperación de los dos poderes, del Trono y del Altar. Tampoco el Estado puede sustentarse sobre sí mismo, como lo pretende ahora; no puede autolegitimarse. La comunidad debe formarse desde abajo hacia arriba, no como se hace en la Modernidad, de arriba abajo —que es sociedad más que comunidad—, y tiene por fin último el bien común. Utópico, pensarán muchos. Lo es, ciertamente. El hombre no es perfecto; por tanto, lograr la perfección en la vida terrena —que es, a su manera, lo que busca el «progreso»— es un imposible. Cayó la Cristiandad, que es lo que más se le acercaba, así que con eso está todo dicho. Pero si no aspiramos a mucho, no llegaremos a nada. Aun así, no debe perderse de vista nunca que, si bien se debe buscar un orden adecuado a la naturaleza del hombre en el plano temporal, el fin último es la eternidad.

La Agenda 2030, una de las herramientas anticristianas de la plutocracia globalista.

Hay un «pequeño» problemilla, claro: que España ya no es católica, y por eso estamos como estamos; el primer paso para establecer un orden social cristiano es, lógicamente, que haya cristianos. En España quedan reminiscencias de catolicismo, ciertamente, de lo que un día fuimos, pero no conviene engañarse. Los que tienen fe son los menos, y los que viven como católicos, los menos de los menos. Por decirlo de otra manera: vivimos en la Revolución. Y no sólo nosotros, sino que esto es extensivo a todo Occidente11 o, si lo prefieren, a los países que aún son —si es que queda alguno— o fueron en su día cristianos. Por tanto, la suerte de España está ligada indisolublemente a la del resto de Occidente. Si la Revolución no cae, caeremos todos definitivamente. Primera y fundamentalmente, Europa, que pasará del lodazal moral y páramo demográfico blanco que es ahora a tierra conquistada por el islam —con la inestimable colaboración de los progresistas, por supuesto— y a la sustitución étnica. No quieran ni imaginar cómo será el proceso porque no será nada agradable. En otros lugares, donde seguramente el grado de aburguesamiento y de cobardía no sea el de aquí, tienen al menos la esperanza de poder resistir a la fuerza, si fuera preciso. Pero no aquí; no ahora. Las cosas como son: ahora mismo, Europa es el Titanic: se hunde y la orquesta sigue tocando, a nadie parece importarle.

Cabría preguntarse, antes de continuar exponiendo la tesis, cómo hemos llegado a este punto, aunque sea someramente. La respuesta nos la da don Francisco Elías de Tejada (Madrid, 1917-1978), que nos señala las cinco rupturas de la Cristiandad: la religiosa (Lutero), la ética (Maquiavelo), la política (Bodino), la jurídica (Hobbes) y la sociológica (la Paz de Westfalia). Previo a todo esto habría que considerar una ruptura filosófica (Ockham, sobretodo), que es la que acabaría por cambiar la cosmovisión clásica cristiana, como nos enseña el maestro Gambra: «Así, el espíritu crítico y demoledor del nominalismo occamista acaba con la vigencia en aquel siglo [XIV] de la concepción general del Universo que late bajo los grandes sistemas de la Escolástica cristiana, y abre la puerta a una nueva edad del pensamiento —la modernidad— que nos llevará ya de la mano al mundo espiritual en que vivimos12». Sí, aunque muchos no lo puedan ni siquiera imaginar, las ideas que cambiaron el mundo y que dieron pie, a la larga, al mundo que nos ha tocado vivir, vienen de mucho tiempo atrás. No se podrían concebir los grandes procesos revolucionarios de los últimos siglos sin un cambio en la visión del cosmos del hombre occidental, o al menos de sus élites. Muertas prácticamente las grandes ideologías del siglo XX, en la posmodernidad nos ha tocado en desgracia soportar la ideología progre, eso que algunos llaman ideología woke; nosotros seguiremos llamándolo progresismo. Más que una ideología —o también, si lo prefieren—, es «una cultura de élites y de activistas que está presente en las principales organizaciones políticas occidentales y en casi todas las instituciones13», en palabras de Stanley Payne, que la describe magistralmente: «(…) la nueva doctrina impone un presentismo cuyas normas, por recientes e inciertas que sean, tienen que ser consideradas válidas universalmente y para cualquier época. Su arrogancia y su superioridad moral son totales. En las facultades de historia, el resultado ha sido la imposición de la santísima trinidad de “raza-clase-género”, entendidos como los factores básicos de la opresión y de la ausencia de igualdad. Al ser producto de la “cultura del adversario”, característica de las izquierdas en Occidente durante los últimos cincuenta años, esta doctrina rechaza especialmente la civilización occidental, que ha pasado a ser el enemigo número uno. Y así se configura otro aspecto de esta ideología, el “multiculturalismo”, que no es más que un nuevo oxímoron, ya que cualquier sociedad tiene su propia cultura, pues de lo contrario no sobreviviría como sociedad. El rechazo a los valores de la civilización occidental tradicional provoca una primera contradicción, y es que no aplica los mismos criterios a otras culturas que, al no ser occidentales, se presuponen aliadas. El multiculturalismo se convierte, así, en un aspecto clave para desmontar la cultura occidental, porque no busca imponerse en otras culturas14».

Bien, la salvación de Occidente, de los países de herencia cristiana, y con ellos la de España, pasa necesariamente por la caída del progresismo —por ser la ideología dominante— y de su sustento filosófico, y necesariamente por una regeneración moral con la cabeza, los ojos y el corazón puestos en Cristo. Perdonen las mayúsculas, pero NO HAY OTRO CAMINO. O eso o la ideología de turno, que no son más que religiones civiles, de sustitución. Secularización. Elijan ustedes: o Dios o el hombre en el trono, pero ambos no puede ser.

Muchos pensarán que esto es imposible. No les podemos culpar: humanamente, casi lo es, lo sabemos. Otros, la mayoría, rechazarán esta vía y seguirán agarrándose a otra ideología como el que se agarra a un clavo ardiendo, o peor aún, a un partido. De buena fe, muchas personas depositan sus esperanzas en cosas equivocadas. Es una pena. Muchos, percibiendo lo que está mal, no aciertan a ver por qué lo está, y por eso siguen desviando el tiro; es, otra vez, aquello de poner tronos a las causas y cadalsos a las consecuencias. En cualquier caso, para llevar por la buena senda esta vía, si queremos cambiar la sociedad, el mundo o lo que ustedes quieran, lo primero es cambiar uno mismo, y esto es, sin duda, lo más difícil de todo. Sólo los valientes se salen del redil. Sólo los valientes quieren ser, hoy en día, no la oveja negra, sino la oveja blanca del rebaño. Cuando menos, debemos intentarlo. Probablemente no venceremos. ¿Y qué? El día en que exhalemos el último suspiro, el Altísimo no nos pedirá cuenta de nuestras victorias sino de nuestras cicatrices. Por no mencionar que detrás nuestro vienen nuestros hijos, a los que les tocará padecer, si Dios no lo remedia, un caos de proporciones inimaginables. Los que prefieren tener mascotas a hijos, tranquilos; esto no va con ustedes: son parte del problema, no de la solución, aunque probablemente les pille por medio. Cosas del «progreso», qué le vamos a hacer. Esto es lo que nos procura como sociedad: esforzarse lo menos posible, evitar los «problemas», entretenimiento banal, coaching, supuestos derechos, viajar, disfrutar, sexo… vivir la vida, lo llaman. ¿No es acaso el progreso la sustitución terrenal de la esperanza cristiana, como sostiene el gran Dalmacio Negro?: «La fe en el progreso del siglo XVIII, una apropiación mundana de la esperanza cristiana atribuyéndole un sentido terrenal colectivo, tuvo suma importancia para la formación de la religión secular y su mito-utopía del hombre nuevo. La idea empezó a pergeñarse en la Ilustración, que se interesó mucho por la perfectibilidad del hombre. […] Lo más importante fue que el progreso sustituyó el interés por la eternidad por el interés en el futuro (…)15». ¡Tal cual! Y eso en el XVIII, ahora ya lo ven ustedes mismos.

Es preciso, pues, llevar a cabo la Contrarrevolución, es decir, es necesario recuperar la cosmovisión cristiana tradicional y reinstaurar la Cristiandad: «El ideal de la Contra-Revolución es, pues, restaurar y promover la cultura y la civilización católicas16», defiende el citado Correa de Oliveira. Más explícito aún fue Luis María Sandoval: «La Contrarrevolución tiene por ideal y meta la defensa y restauración de la Realeza Social de Nuestro Señor Jesucristo17». Lo demás son castillos en el aire. Y se hace íntegramente, derrotando a la Revolución enteramente, o no se hace. No se puede evitar el naufragio mientras siga entrando agua, aunque sea poca, porque el barco acabará hundiéndose tarde o temprano. Debe ser derrotada en sus principios; en todos sus principios. La obra es gigantesca, lo sabemos. Si ni siquiera la propia Iglesia, que debiera ser el alma de la Contrarrevolución, es hoy en día contrarrevolucionaria —salvo honrosas excepciones—. La Revolución lo tiene todo a su favor, no conviene engañarse: las élites, el poder, el dinero, los medios de producción, los medios de idiotización de masas, las instituciones, el «arte» y la «cultura», el aborregamiento general, la masa… Pero es el Mal. Es el error. Es la mentira. Es la soberbia. Y por eso debe ser combatida. Ese es nuestro deber, esa es nuestra tarea. Además, la Revolución, precisamente por ser lo que es, está condenada a albergar en su seno la discordia y la disolución; por eso ha habido, a lo largo de los últimos siglos, tantas revoluciones de signo tan diferente aunque en el fondo tan íntimamente ligadas: porque es incapaz de encontrar verdades, jamás podrá ser estable. Carece de fundamentos sólidos y, necesariamente, sus diferentes órdenes políticos acaban por derrumbarse. «Cuando veáis una sociedad próxima al parecer a disolverse, bien podréis decir que no está Dios en ella, porque Dios lleva consigo la vida y la luz, el orden y la libertad18», sostuvo Aparisi Guijarro. No podía tener más razón.

Los revolucionarios con «coágulos» son bastantes; los semicontrarrevolucionarios, pocos; los contrarrevolucionarios, minoría absoluta. Pero es igual. Como dijo san Juan Pablo II, «tenemos que defender la verdad a toda costa, aunque volvamos a ser solamente doce». Sólo hay, pues, un camino a la salvación; a la de España, a la de Occidente, a la de todos nosotros: el camino de la Contrarrevolución.

 

Lo Rondinaire


NOTAS:

  1. CRUZ PRADOS, Alfredo. ‘El nacionalismo. Una ideología’, p. 17. Tecnos. Madrid, 2005
  2. Ibíd., p. 71
  3. PAYNE, Stanley G. ‘En defensa de España. Desmontando mitos y leyendas negras’, p. 120. Espasa. Barcelona, 2017
  4. Recogida en VALLET DE GOYTISOLO, Juan. ‘Qué somos y cuál es nuestra tarea’. Revista Verbo, nº 151-152, 1977
  5. Monseñor Gaume, en ‘La Revolution, Recherches historiques’. Recogida en OUSSET, JEAN, ‘Para que él reine’, p. 122. SPEIRO. Madrid, 1961
  6. VALLET DE GOYTISOLO, Juan. ‘Qué somos…’
  7. Carta Pastoral ‘Dios y el César’. Recogido en ‘El carlismo y la Unidad Católica’ (www.carlismo.es)
  8. Ibíd
  9. SENANTE, Manuel. ‘Constante lucha de la verdadera España contra el liberalismo’. Revista Cristiandad, nº 26, abril de 1945
  10. CORREA DE OLIVEIRA, Plinio. ‘Revolución y Contra-Revolución’, p. 76. Asociación Editorial Tradicionalista. Madrid, 2023
  11. Entenderemos por Occidente, por concretar de algún modo, los países que tienen o tuvieron un fundamento cristiano, más que en sentido geográfico
  12. GAMBRA, Rafael. ‘Historia sencilla de la filosofía’, p. 154. Rialp. Madrid, 1961
  13. PAYNE, Stanley G. Op. cit., p. 278-279
  14. PAYNE, Stanley G. Op. cit., p. 281
  15. NEGRO PAVÓN, Dalmacio, 2009. ‘El mito del hombre nuevo’, p. 314. Ediciones Encuentro
  16. CORREA DE OLIVEIRA, Plinio. Op. cit., p. 75
  17. PINILLA SANDOVAL, Luis María, ’55 tesis sobre la contrarrevolución’. Revista ‘Verbo’, nº 305-306
  18. APARISI Y GUIJARRO, Antonio. ‘En defensa de la libertad’, p. 60-61. Ediciones San Vicente Ferrer. Cadillac (Francia)

Lo Rondinaire