Para evitar la emigración y repoblar unos reinos vaciados por el excesivo clero y por siglos de guerras en todo el mundo, se eximió de tributos durante cuatro años a los nuevos matrimonios y se recargaron sobre los solteros. Se crearon montes de piedad para ayudar a los menesterosos y se concentraron los estudios avanzados en las grandes ciudades para disminuir el número de estudiantes inútiles. Y para regenerar la vida nacional, se dictaron medidas contra el lujo y la vagancia como la de cerrar burdeles y garitos.
Cuatro siglos después, en nuestros democratísimos y libérrimos días, nuestros gobernantes llevan décadas promoviendo lo contrario. Han fragmentado la legislación hasta extremos feudales, consiguiendo con ello que los españoles ya no sean iguales en derechos. Los cargos políticos se han multiplicado por diecisiete y muchos de ellos rapiñan como bucaneros en una administración superflua. Casi hay más personas viviendo del presupuesto que produciendo. Aparte del callado genocidio del aborto, los jóvenes con estudios han de emigrar mientras millones de inmigrantes ilegales y sin preparación viven de las subvenciones que se niegan a los españoles. El paro y la presión fiscal ahogan por igual a jóvenes y viejos, casados y solteros, empresas y particulares. Las ayudas sociales y los servicios encogen hasta desaparecer, incluyendo una sanidad cada vez más saturada. Las aulas escolares son fábricas de analfabetos hipersensibles, ecoansiosos y de género fluido. Nunca las universidades españolas, convertidas en expendidurías de títulos de escaso valor, tuvieron tan poco prestigio internacional. Y, finalmente, separatistas y afines aceleran la demolición de España con la inestimable ayuda de una izquierda mayoritariamente endofóbica y una derecha estúpida.
Si, a pesar de todos los esfuerzos regeneradores, el reinado de Felipe IV no acabó nada bien, ¿el de Felipe VI acabará mejor? Desaparecida hace siglos la consideración de la monarquía como una institución de origen divino, las dos únicas justificaciones que todavía pueden sostenerla son su labor arbitral y su carácter de símbolo de la continuidad de la nación. La función arbitral del rey de España es poco más que simbólica por voluntad de los legisladores de 1978, así que en ese terreno nada o casi nada puede hacer, digan lo que digan y se enfaden lo que se enfaden los más monárquicos que el monarca. En cuanto al símbolo de continuidad, el rey vendría a representar, a encarnar, la pervivencia de la nación a lo largo de los siglos. La familia real española es la descendiente de una larga lista de monarcas que arrancó en el siglo VIII en los Picos de Europa a partir de la batalla de Covadonga. No por capricho el heredero de la corona se titula Príncipe de Asturias. De no haber comenzado allí el proceso multisecular de reconquista, hoy no estaríamos hablando ni de príncipes de Asturias, ni de dinastía borbónica ni de España. El decimotercer centenario de aquella batalla fundacional se cumplió, por cierto, hace dos años sin que nadie se enterase ni institución alguna lo recordase, empezando por la Corona.
Salvo reacción salvadora in extremis, todo apunta a que no tardaremos en contemplar una notable coincidencia. La dinastía que nació con el primer Carlos murió con el segundo. El reino fundado en el lejano siglo VIII por el primer Alfonso pareció que iba a desaparecer definitivamente con el destronamiento y exilio del decimotercero. Franco reparó la grieta. Pero, ¿podemos estar seguros de que la dinastía que fundara Felipe V logrará sobrevivir a Felipe VI?