El artefacto más elaborado que salió de los laboratorios versallescos fue Yugoslavia, aglomeración de varios pueblos hostiles entre sí, especialmente serbios y croatas, enemigos hereditarios durante siglos incluida la guerra mundial que acababa de terminar. Josep Pla, corresponsal en el neonato país, señaló en 1928 que serbios y croatas eran “dos pueblos que se detestan”, que se encontraban “en una situación de balcanismo y de desintegración literal” y a los que adivinaba un futuro de “lucha interminable”. En el bando antiserbio no se encontraban solos los croatas, pues los muy germanizados eslovenos compartían desprecio por unos serbios a los que consideraban poco menos que salvajes.
Hasta para encontrar el nombre del nuevo país hubo problemas. A los croatas y eslovenos les gustaba Yugoslavia, el país de los eslavos del sur, porque implicaba poner a todos los pueblos integrantes en situación de igualdad. Los serbios, por el contrario, prefirieron un nombre que evidenciara la preponderancia del elemento serbio: finalmente quedó en Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos.
Como en tantas otras ocasiones y lugares, los ingenieros nacionalistas románticos habían manejado el elemento que consideraron más eficaz para sus propósitos fundacionales: la lengua. A lo largo de los siglos, las lenguas de los eslavos del sur –conocidas como eslavo, ilírico, esloveno, bosnio, serbio, croata…– habían ido desarrollándose por separado y dividiéndose en varios dialectos hasta que los incipientes na-cionalismos balcánicos, cuya primera chispa encendiera Napoleón con la creación de las Provincias Ilíricas, condujeron a una paulatina fusión de las variedades habladas en Serbia y Croacia.
La lengua serbocroata no tuvo un Nebrija en el siglo XV, ya que nació como consecuencia del Acuerdo Literario de Viena de 1850 entre filólogos de ambas nacionalidades para crear una lengua común que fuera allanando el camino a la unificación política a partir del dialecto stokavo de Herzegovina oriental, que comenzó a ser llamada serbo-croata por los serbios y croatoserbia por los croatas. Cuando nació el Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos, a la lengua oficial se la conoció como serbo-croato-esloveno y, a partir de 1929, con la política centralista del nuevo rey Alejandro Karageorgevic, como yugoslavo, al igual que el país, llamado desde entonces Yugoslavia.
A partir de ese momento, la lengua fue evolucionando, más o menos espontáneamente, más o menos influida por el peso demográfico serbio, más o menos orientada desde el gobierno, hacia una paulatina serbianización que comenzó a irritar a los croatas.
Al estallar la Segunda Guerra Mundial, serbios y croatas volvieron a matarse en las trincheras y fuera de ellas. Llegado el triunfo aliado, filólogos serbios y croatas, por iniciativa del gobierno de Tito, firmaron en 1954 el Acuerdo de Novi Sad por el que se proclamaba que “la lengua popular de serbios, croatas y montenegrinos es una sola con dos pronunciaciones”. Dicho acuerdo la proclamó oficial, con ortografía común, escribible tanto con el alfabeto latino como con el cirílico y denominada srspkohrvatski (serbocroata) en su variante oriental y hrvatskosrpski (croatoserbia) en la occidental, siempre sin guión para dejar claro que se trataba de una sola cosa, no de la unión de dos.
Pero la fragilidad del acuerdo se evidenció cuando filólogos y escritores croatas reclamaron en 1967 la singularidad de su lengua en la Declaración sobre el nombre y la condición de la lengua croata. El siguiente paso, y señal inequívoca de que el enjambre había empezado a zumbar, se dio en la década de los ochenta cuando hasta los delegados de la Liga Comunista Yugoslava, partido único y unitarista, comenzaron a reclamar una traducción simultánea que hasta entonces no habían necesitado. La amenazadora sombra de Babel crecía sin cesar.
Tras el desplome del comunismo en 1989, Yugoslavía tardaría poco en saltar por los aires dejando un inmenso charco de sangre. En la conferencia de Dayton, que puso fin en 1995 a la guerra contra la Serbia de Milosevic, los anfitriones norteamericanos se encontraron ante el sorprendente espectáculo de unos delegados bosnios, croatas y serbios exigiendo unos traductores simultáneos que, curiosamente, no necesitaban para charlar por los pasillos o tomar un café.
Para resumir todo lo que vino a continuación en materia lingüística, quedémonos con el patético espectáculo de los políticos exyugoslavos esforzándose en hablar una lengua que no es la suya materna pero que las circunstancias políticas imponen como políticamente correcta. Lo importante es la liturgia, no la comunicación. Nada nuevo bajo el sol. (Ya que la publicidad es gratis, los interesados en más y mejor información sobre estos asuntos frenopaticolingüísticos los podrán encontrar en este libro).
En España ya llevamos medio siglo de autodestrucción nacional en todos los ámbitos y niveles, y el de la lengua no es el menos afectado. Sobra cualquier comentario a propósito de las inmersiones, imposiciones, discriminaciones, usos litúrgicos y demás manifestaciones del totalitarismo lingüístico que ha convertido nuestro país en una jaula de grillos.
El último paso, de gran carga simbólica para fingir que la lengua española no es la común de todos los españoles desde hace muchos siglos, ha sido la astracanada de rebajar el Parlamento español al nivel de estupidez de la conferencia de Dayton. Y así, a partir de ahora podremos disfrutar del espectáculo circense de un Congreso en el que todo el mundo habla un perfecto español –y en el que no todos los separatistas vascos hablan vascuence– entorpecido por un sistema de traducción simultánea que sus señorías dejarán de necesitar cuando charlen por los pasillos o se tomen un café.
Las Autonosuyas de Vizcaíno Casas se quedaron cortas. La España de nuestros días puede presumir de estar dando uno de los espectáculos más ridículos de la historia de la Humanidad. Y todo, para acabar saltando por los aires en breve. Como Yugoslavia.