Al igual que el brazo político del catolicismo en Italia -el Partido Popular italiano- había sido suprimido; en Alemania el glorioso Zentrum que había conseguido subsistir a la kulturkamft prusiana, se disolvió ante la llegada de Hitler al poder. El último canciller perteneciente al Zentrum fue Heinrich Brünning, fue cesado en 1932 por el presidente Hindemburg que lo sustituyó por Von Papen. Este, también “centrista”, favoreció el nombramiento de Hitler como Canciller. Hitler lo nombró vicecanciller y le encargó la negociación y firma del Reichskonkordat. En este, el Reich garantizaba la libertad de culto y reconocía el Derecho Canónico. Por otro lado, se mantenían las facultades de teología dentro de las universidades y la enseñanza de la religión católica en las escuelas elementales, profesionales y medias. A cambio de otras concesiones, los obispos, antes de tomar posesión de su diócesis, jurarían fidelidad al Reich. Uno de los daños colaterales del Concordato es que el Zentrum se disolvió como partido católico y Alemania se quedaría sin una oposición política católica ante el nuevo régimen.
El concordato, además, fue reiteradamente incumplido y esta es la causa por la que surgió la encíclica de Pío XI, Mit Brennender Sorge, el 14 de marzo de 1937. El domingo 21 de marzo de 1937 fue leída en todos los templos católicos alemanes (más de 11.000). Por su parte, el ministro de propaganda Joseph Goebbels decidió no enfrentarse directamente a la Iglesia e hizo uso de su poder ignorando la carta encíclica y prohibiendo su difusión o comentarios sobre la misma en los medios de comunicación. Incluso en España -en plena guerra civil- se prohibió la publicación y divulgación. Obispos como Fidel García Martínez, de la sede de Calahorra y La Calzada-Logroño, desobedecieron la orden de no publicarla y sufrieron fuertes campañas de desprestigio.
Indudablemente la encíclica era -como hemos señalado- una protesta contra los reiterados incumplimientos del Concordato de 1933 y del sentimiento de engaño: “La experiencia de los años transcurridos -afirma Pío XI- hace patentes las responsabilidades y descubre las maquinaciones que, ya desde el principio, no se propusieron otro fin que una lucha hasta el aniquilamiento [de la Iglesia]” (§5). Igualmente, el documento pontificio muestra su profunda preocupación -como ya hizo con la condena al fascismo italiano- por los poderes que se atribuye el Estado en la formación de la juventud. Si en Italia la Acción Católica sufrió duros ataques, en el Reich no iba a ser menos. Así el Papa trataba de consolar a los jóvenes católicos alemanes: “Sabemos que muchísimos de vosotros, por ser fieles a la fe y a la Iglesia y por pertenecer a asociaciones religiosas, tuteladas por el Concordato, habéis tenido y tenéis que soportar trances duros de desprecio, de sospechas, de vituperios, acusados de antipatriotismo, perjudicados en vuestra vida profesional y social. Y bien sabemos que se cuentan en vuestras filas muchos desconocidos soldados de Cristo que, con el corazón dolorido, pero con la frente erguida, sobrellevan su suerte y buscan alivio solamente en la consideración de que sufren afrentas por el nombre de Jesús” (§41).
Hemos de pensar que por aquella época Alemania contaba con unos 60 millones de habitantes de los cuales unos 40 millones eran protestantes y unos 20 millones católicos. En la Iglesia Evangélica Alemana, llamado Deutsche Christen o “Cristianos alemanes”, muchos de sus fieles abrazaron los aspectos raciales y nacionalistas de la ideología nazi. Cuando el nazismo llegó al poder procuró crear una «Iglesia del Reich» nacional propugnando una versión nacionalsocialista del cristianismo. Como reacción, en el seno del luteranismo surgió la Bekennende Kirche, la “Iglesia Confesionista”. Su documento fundacional, la Profesión de Fe de Barmen, declaraba que la iglesia debía fidelidad a Dios y a las escrituras, no a un líder terrenal. Por su parte, los católicos, que representaban una minoría históricamente acosada, necesitaron de un refuerzo doctrinal que les proporcionó la Mit Brennender Sorge.
La encíclica no sólo era pastoral, dando consejos firmes a los padres: “no os olvidéis de esto: ningún poder terreno puede eximiros del vínculo de responsabilidad, impuesto por Dios, que os une con vuestros hijos. Ninguno de los que hoy oprimen vuestro derecho a la educación” (§48); sino que también tenía -y sigue teniendo- un profundo contenido teológico y doctrinal. Una parte de su articulado se centraba en la genuina fe en Dios, en Jesucristo y en la Iglesia. Ya desde época de Lutero, una buena parte de las tierras germánicas habían caído en la tentación de reducir la Iglesia universal a iglesias nacionales. Con el paso de los siglos, ese deseo quiso verse cumplido en el Reich. Por eso, con contundencia, el Sumo Pontífice advierte: “Solamente espíritus superficiales pueden caer en el error de hablar de un Dios nacional, de una religión nacional, y emprender la loca tarea de aprisionar en los límites de un pueblo solo, en la estrechez étnica de una sola raza, a Dios, creador del mundo, rey y legislador de los pueblos, ante cuya grandeza las naciones son como gotas de agua en el caldero” (§15).
En estos considerandos sobre la exaltación cuasi religiosa de una ideología y el uso de expresiones sacras para aplicarlas a la política, el texto magisterial se torna contundente. Hoy, leída con el paso del tiempo, esta encíclica (que siempre fue criticada por el progresismo clerical sesentayochista, por ser poco contundente), nos parece de una agudeza y valentía inusual para los momentos críticos que se vivían. Por ejemplo, Pío XI denuncia el uso indebido de la palabra inmortalidad tan manida en los discursos nacionalsocialistas: “La inmortalidad, en sentido cristiano, es la sobrevivencia del hombre después de la muerte terrena, como individuo personal, para la eterna recompensa o para el eterno castigo. Quien con la palabra inmortalidad no quiere expresar más que una supervivencia colectiva en la continuidad del propio pueblo, para un porvenir de indeterminada duración en este mundo, pervierte y falsifica una de las verdades fundamentales de la fe cristiana y conmueve los cimientos de cualquier concepción religiosa, la cual requiere un ordenamiento moral universal. Quien no quiere ser cristiano debería al menos renunciar a enriquecer el léxico de su incredulidad con el patrimonio lingüístico cristiano” (§29).
La encíclica rechaza las acusaciones de cobardía hacia los católicos por confundirlas con la humildad y recuerda que nadie puede dar ejemplo a la Iglesia de heroicos martirios. Poco a poco, el Papa desgrana toda la pseudorreligiosidad de la ideología del Reich que llegó a sustituir la gracia por la raza: “Rechazar esta elevación sobrenatural a la gracia por una pretendida peculiaridad del carácter alemán, es un error, una abierta declaración de guerra a una verdad fundamental del cristianismo. Equiparar la gracia sobrenatural a los dones de la naturaleza equivale a violentar el lenguaje creado y santificado por la religión. Los pastores y guardianes del pueblo de Dios harán bien en oponerse a este hurto sacrílego y a este empeño por confundir los espíritus” (§33). Pero, Pío XI, también tuvo que enfrentarse a la otra gran religión secular de esos tiempos: el comunismo.
Javier Barraycoa