La actual Constitución afirma, en su artículo 1, que la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado; recoge así una tradición constitucional que arranca de la de 1812 (La soberanía reside esencialmente en la Nación…), continúa con las de 1856, 1869, 1973 (proyecto non nato federalista) y la 1931, con el redactado concreto de los poderes de todos los órganos (de la República) emanan del pueblo.

Este concepto de soberanía nacional tiene el indiscutible sello del Liberalismo; la RAE la define como la que reside en el pueblo y se ejerce por medio de sus órganos constitucionales representativos; es asimilable a la idea roussoniana de la voluntad general, que viene a ser una pirueta pseudometafísica del filósofo de Ginebra, según sus palabras en El Contrato Social: “Mientras varios hombres reunidos se consideren como un solo cuerpo, no tienen más que una sola voluntad que se refiere a la común conservación y al bienestar general”.

Es decir, si el pueblo constituido en nación es soberano, sus decisiones, expresadas mediante el sufragio, son la única fuente de legalidad; de esta forma, las leyes responden a las decisiones de esa voluntad general, sin que por encima de ella puedan imperar otros criterios, valores o principios que la contradigan. Se consagra así un relativismo jurídico, político y axiológico, que puede entrar en conflicto, incluso, con otras ideas contenidas en la parte dogmática de la Constitución; pensemos, por ejemplo, en el artículo 2º de la vigente, que dice textualmente que ella se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible…

Vamos a un caso concreto: las aspiraciones segregacionistas de una parte de ese pueblo o nación, como está ocurriendo en Cataluña. Empecemos por resaltar la vaguedad de los términos pueblo y nación: para los secesionistas, el verdadero pueblo es el catalán y la única nación es Cataluña; responden los constitucionalistas que el pueblo es el español en su conjunto y la nación es España. El choque de aspiraciones está servido.

Adoptemos provisionalmente el segundo punto de vista, respondiendo a la racionalidad y a la verdad histórica, no el sentimentalismo que subyace bajo toda suerte de nacionalismo (que se inspira, como el propio Liberalismo, en la ideología romántica). De acuerdo con este criterio, sería en todo caso todo el pueblo español el que debería decidir sobre si se podrían separar un trozo de su territorio y una parte de su población. En la misma línea, y siguiendo también las pautas liberales, los constitucionalistas esgrimen que no se da una mayoría entre los catalanes a favor de la secesión, dando a entender que, en caso contrario, el problema sería digno de estudio.

Imaginemos -como un mal sueño- que esta mayoría pudiera llegar a darse (en esto insisten la educación manipulada y la constante propaganda); ¿qué argumento blandirían entonces los que especulan con mayorías o minorías? Por lógica, les quedaría el de la soberanía nacional de todo el pueblo español; ahora bien, todos tenemos la evidencia de lo sencillo que resulta cambiar las voluntades de un pueblo y, en consecuencia, la voluntad general derivada en soberanía nacional. Bastaría una acción propagandística intensiva bien urdida para que muchos españoles se avinieran a la propuesta; ¿o es que no hemos escuchado a veces burdas opiniones de supuestos patriotas en el sentido de que “si quieren ser independientes que se marchen de una vez, a ver qué pasa”.

Siguiendo con el mal sueño, aceptemos que una decisión de tal índole se entendiera como legal, acostumbrados como lo estamos a que la lógica gubernamental se asimile al doblepensar orwelliano; pero, en modo alguno, podría entenderse como legítima, de acuerdo con las acepciones 2 y 3 de esta palabra en la RAE: lícito, justo y cierto, genuino y verdadero en cualquier línea. Y ello por una razón evidente, que entra en impugnación, no solo que los afanes separatistas, sino contra la propia teoría liberal: independientemente de lo que puedan decir las voluntades generales, existen y existirán “categorías permanentes de razón”, criterios para distinguir el bien del mal, lo justo de lo injusto; y la integridad de España es una de estas categorías. España es irrevocable, y su unidad no puede depender de sufragios; España no pertenece en exclusiva a una generación, sino que, como tarea histórica, viene del esfuerzo de muchas generaciones anteriores y debe ser transmitida a las siguientes. En todo caso, esa soberanía nacional es transgeneracional e histórica, no solo sociológica y política.

Creo que estas reflexiones son oportunas ante la inminencia de la diada del 11 de septiembre en Cataluña: los separatistas (que se autodefinen como independentistas y así lo acepta el estúpido lenguaje oficial en el resto de España) volcarán todos sus esfuerzos y medios para llenar las calles, y los constitucionalistas, al día siguiente, especularan sobre si lo han conseguido o no, siempre pendientes de su lógica liberal. No faltarán muchos españoles que se encojan de hombros, porque el pasotismo con respecto a la patria es uno de los logros del Sistema…

Por encima de todo, por lo tanto, y despertando de malos sueños, afirmemos España como ese valor irrevocable, como esa categoría de razón, independientemente de lo que opinen los segregacionista, de las piruetas del Gobierno y de los flojos argumentos de liberales a ultranza revestidos de constitucionalismo.

Manuel Parra Celaya

Publicado en Diario Ya

LOS LÍMITES DE LA SOBERANÍA NACIONAL | Diario YA

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