Iniciamos en este post la traducción de un artículo de la revista Time, nada sospechosa por cierto en relación con el tema tratado. Que nuestros lectores saquen sus propias conclusiones, sobra todo comentario. A CONFESIÓN DE PARTE, RELEVO DE PRUEBAS…
Por Molly Ball, 4 de febrero de 2021 5:40 a.m.est (Esto aparece en la edición de TIME del 15 de febrero de 2021)
Algo extraño sucedió justo después de las elecciones del 3 de noviembre: nada.
La nación estaba preparada para el caos. Los grupos liberales habían prometido tomar las calles, planeando cientos de protestas en todo el país. Las milicias de derecha se preparaban para la batalla. En una encuesta antes del día de las elecciones, el 75% de los estadounidenses expresaron su preocupación por la violencia.
En realidad, un inquietante silencio invadió el escenario. El presidente Trump se negó a ceder, pero la respuesta no se tradujo en acciones multitudinarias, sino en un gigantesco murmullo ensordecedor. Cuando los mass-media convocaron concentraciones de apoyo a Joe Biden el 7 de noviembre, estalló el júbilo, la gente abarrotó las ciudades de Estados Unidos para celebrar el proceso democrático que culminó con la destitución de Trump.
Una segunda cosa extraña sucedió en medio de los intentos de Trump de revertir el resultado: las empresas estadounidenses se volvieron contra él. Cientos de importantes líderes empresariales, muchos de los cuales habían respaldado la candidatura de Trump y apoyado sus políticas, le pidieron que cediera. Para el presidente, algo andaba mal. “Todo fue muy, muy extraño”, dijo Trump el 2 de diciembre. “A los pocos días de las elecciones, fuimos testigos de un esfuerzo orquestado para ungir al ganador, incluso cuando todavía se estaban contando muchos estados clave”.
En cierto modo, Trump tenía razón.
Se estaba desarrollando una conspiración entre bastidores, que redujo las protestas y coordinó la resistencia de los directores ejecutivos. Ambas sorpresas fueron el resultado de una alianza informal entre activistas de izquierda y titanes empresariales. El pacto se formalizó en una declaración conjunta concisa y poco notoria de la Cámara de Comercio de Estados Unidos y la AFL-CIO publicada el día de las elecciones. Ambas partes llegarían a verlo como una especie de negociación implícita, inspirada por las masivas, a veces destructivas protestas en pro de la justicia racial del verano, en la que las fuerzas laborales se unieron con las fuerzas del capital para mantener la paz y oponerse al asalto de Trump a la democracia.
El apretón de manos entre las empresas y los trabajadores fue sólo un elemento más de una vasta campaña partidista para proteger las elecciones, un extraordinario esfuerzo en la sombra dedicado no a ganar el voto sino a garantizar que fuera libre y justo, creíble y no corrupto. Durante más de un año, una coalición de operativos poco organizada se apresuró a apuntalar las instituciones estadounidenses cuando fueron atacadas simultáneamente por una pandemia implacable y un presidente inclinado a la autocracia. Aunque gran parte de esta actividad partió de la izquierda, era algo distinto de la campaña de Biden y llegó a superar las fronteras ideológicas, con contribuciones decisivas de agentes conservadores y no partidistas. El escenario que los activistas en la sombra estaban desesperados por detener no era una victoria de Trump. Fue una elección tan calamitosa que no se pudo discernir ningún resultado, un default en el acto crucial de la forma democrática de gobierno que ha sido el sello distintivo de los Estados Unidos de América desde su fundación.
El trabajo de esta inmensa red de agrupaciones y colectivos sociales abarcó todos los aspectos de las elecciones. Consiguieron que los estados cambiaran los sistemas de votación y las leyes, ayudando a conseguir cientos de millones en fondos públicos y privados. Lograron rechazar las demandas interpuestas por supresión de votantes, reclutaron ejércitos de trabajadores electorales y consiguieron que millones de personas votaran por correo por primera vez. Presionaron con éxito a las empresas de redes sociales para que adoptaran una línea más dura contra la desinformación y utilizaron estrategias basadas en datos para combatir las difamaciones virales. Llevaron a cabo campañas nacionales de concienciación pública que ayudaron a los estadounidenses a comprender cómo se desarrollaría el escrutinio de votos durante días o semanas, evitando que las teorías de conspiración de Trump y las falsas afirmaciones de victoria captaran su atención. El día siguiente a las elecciones, controlaron cada punto crítico con el fin de asegurarse de que Trump no pudiera anular el resultado. “La historia no contada de las elecciones son las miles de personas de ambos partidos que lograron el triunfo de la democracia estadounidense en sus mismos cimientos”, dice Norm Eisen, un abogado prominente y ex funcionario de la Administración Obama, que reclutó a republicanos y demócratas para el comité del Programa de Protección al Votante.
Porque Trump y sus aliados estaban llevando a cabo su propia campaña para estropear las elecciones. El presidente pasó meses insistiendo en que las boletas electorales por correo eran un complot demócrata y que las elecciones serían “manipuladas”. Sus secuaces a nivel estatal intentaron bloquear el recurso masivo al voto por correo, mientras que sus abogados interpusieron docenas de demandas falsas para dificultar la votación, una intensificación del legado de tácticas represivas del Comité Nacional del Partido Republicano. Antes de las elecciones, Trump planeó bloquear un recuento legítimo de votos. Y pasó los meses posteriores al 3 de noviembre tratando de robar las elecciones que había perdido, con demandas y teorías conspirativas, ejerciendo presión sobre los funcionarios estatales y locales y, finalmente, convocando a su ejército de partidarios al mitin del 6 de enero que terminó en los episodios de letal violencia en el Capitolio.
Los activistas por la democracia miraron con alarma. “Semana tras semana, sentimos que estábamos en una lucha para tratar de llevar a cabo estas elecciones sin que el país se viese abocado a un momento realmente peligroso de desintegración”, dice el ex representante del Comité Nacional del Partido Republicano Zach Wamp, un partidario de Trump que ayudó a coordinar un comité de control electoral integrado por representantes de los dos partidos. “Ahora podemos mirar hacia atrás y decir que todo esto ha salido razonablemente bien, pero en septiembre y en octubre no estaba tan claro que éste fuera a ser así”.
Esta es la historia interna de la conspiración para salvar las elecciones de 2020, basada en el acceso al funcionamiento interno del grupo, documentos nunca antes vistos y entrevistas con docenas de personas involucradas de todo el espectro político. Es la historia de una campaña creativa, decidida y sin precedentes cuyo éxito también revela lo cerca que estuvo la nación del desastre. “Todo intento de interferir con el resultado adecuado de las elecciones fue derrotado”, dice Ian Bassin, cofundador de Protect Democracy, un grupo de defensa del Estado de derecho no partidista. “Pero es sumamente importante que el país comprenda que no sucedió por accidente. El sistema no funcionó mágicamente. La democracia no es autoejecutable “.
Es por eso que los participantes quieren que se cuente la historia secreta de las elecciones de 2020, aunque suene como un sueño febril paranoico: una camarilla bien financiada de personas poderosas, que abarcan industrias e ideologías, que trabajan juntas entre bastidores para influir en las percepciones y cambiar las leyes y reglas establecidas, dirigen la cobertura de los medios y controlan el flujo de información. No estaban manipulando las elecciones; lo estaban fortaleciendo. Y creen que el público necesita comprender la fragilidad del sistema para garantizar que la democracia en Estados Unidos perdure.