Me llega la noticia de que el cardenal Crescenzo Sepe, el pasado 10 de diciembre, se refirió públicamente a la próxima apertura de la causa de beatificación de Francisco II de Borbón, el último Rey de las Dos Sicilias, nacido en 1836 y fallecido en 1894, hijo de la beata María Cristina de Saboya (1812-1836) y de Fernando II (1810-1859), que subió al trono el 22 de mayo de 1859 y fue depuesto el 13 de febrero de 1861 cuando su Reino fue derrotado y anexionado a Italia.

He recordado de inmediato el magnífico libro de Francesco Maurizio di Giovine, “1815-1861, de la Italia de los Tratados a la Italia de la Revolución”, que explica en detalle lo realmente ocurrido en ese periodo en la península itálica, muy alejado de la versión oficial impuesta por el Risorgimento.

Francisco fue coronado rey a la edad de 23 años y tuvo que enfrentarse a la hostilidad de la segunda esposa de Fernando II, María Teresa de Habsburgo, que trató por todos los medios de favorecer a su propio hijo Luis, Conde de Trani, en detrimento de Francisco, poniendo todos los obstáculos en su mano para dificultar el gobierno a Francisco. Llegó incluso a involucrarse en una conspiración para sustituir a Francisco por el Conde de Trani, pero las pruebas reunidas por el general y político Carlo Filangieri fueron arrojadas por el propio Francisco II a las llamas de la chimenea mientras pronunciaba las palabras: «Ella es la esposa de mi padre».

A pesar de estos problemas familiares, Francisco II se reveló como un eficaz gobernante e impulsó diversas reformas, concediendo más autonomía a los municipios (sí, un rey de los de antes, al que a menudo se le ha puesto la etiqueta de absolutista o despótico, aplicando de verdad el principio de subsidiariedad que los Estados modernos solo conocen en sus discursos), creando comisiones con el fin de mejorar las condiciones de vida de los presos y bajando impuestos (sí, han leído bien, no es metafísicamente imposible): reduciendo a la mitad el impuesto sobre la carne y bajando las tasas aduaneras. Al final de su reinado, interrumpido abruptamente por la invasión de los ejércitos de Victorio Manuel de Saboya y Garibaldi, amplió la red ferroviaria con la línea Nápoles-Foggia, Foggia-Capo d’Otranto, Basilicata-Reggio Calabria y otra en los Abruzos.

Otra de las meritorias medidas que adoptó como rey fueron sus órdenes de compra de trigo en el extranjero para revenderlo a menor costo a la población y donarlo a los más pobres en tiempos de malas cosechas y hambruna. También destacó por sus medidas para fomentar los trabajos agrícolas, en especial secando muchos pantanos que eran fuente endémica de tifus y paludismo.

Tras la caída del Reino, Francisco II, su esposa María Sofía de Baviera (hermana de la célebre Sissi) y su hija María Cristina Pía encontraron refugio en la Roma de Pío IX hasta la caída de ésta, en 1870. En 1862, ya exiliado en Roma, envió una gran suma del dinero de que disponía para los napolitanos víctimas de una importante erupción del Vesubio.

Privados de sus bienes personales, incautados por Garibaldi contra todo derecho, la pareja real tuvo que irse trasladando de un lugar a otro, acogiéndose a la generosidad de amigos y llevando una vida modesta y digna en la que la vida de piedad, fundada sobre la oración, las obras de caridad y los sacramentos, era el norte que les guiaba y les daba fuerzas a pesar de las tantas tropelías sufridas. Durante un viaje en 1894, Francisco II murió a la edad de 58 años en Arco, en la provincia de Trento.

Así pues, desde el punto de vista que ahora nos interesa, la vida de Francisco II destaca por dos aspectos. En primer lugar es un testimonio de la fe aplicada a su deber de rey, mostrando que los gobernantes también están llamados a ser buenos cristianos y a poner su cargo al servicio de Dios y de los más indefensos. En segundo lugar, su actitud durante el destierro, digna, siempre buscando la paz y la justicia, sin desentenderse nunca de aquellos que la Providencia había puesto bajo su responsabilidad y haciendo de su vida una ofrenda a Dios.

La historiadora Cristina Siccardi recoge un breve texto de Francisco II, escrito treinta años después de la invasión piamontesa del Reino de las Dos Sicilias y tras haber contemplado los desastrosos resultados para su Reino de la unificación de Italia, que demuestran su clarividencia profética:

«Que los Gobiernos no se hagan ilusiones; la Religión es elemento de orden y fuerza; sin Religión no hay progreso civil. ¡Los más grandes imperios cayeron cuando perdieron su fe! Fue entonces cuando la blandura y la depravación se difundieron. Corromped las costumbres e imponeos, fue la filosofía de aquellos tiempos. Corromper e imponerse, parece que se sea la filosofía de nuestro progreso: las consecuencias serán las mismas».

Con el anuncio de la apertura de la causa de beatificación de Francisco II de Borbón, la Iglesia tiene la oportunidad de hacer justicia a una figura vilipendiada por la propaganda del bando ganador y mostrar un nuevo ejemplo a los políticos actuales de que la santidad también es posible para los gobernantes; más aún, no solo posible, sino que es a lo que están llamados (aunque hoy en día parezca ciencia-ficción).

Jorge Soley Climent

Publicado en Infocatólica el 20-01-2121

 

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