Sintomatología del capitalismo posmoderno
Las transformaciones sociales no por sutiles dejan de ser importantes. Augurar cómo los cambios en el consumo pueden afectarnos, lo hemos dejado en manos de los cazadores de tendencias. Pero ahí está el problema, pues la evolución que estamos sufriendo tiene una profundidad tal que los estudios de tendencias apenas alcanzan a descubrir el epifenómeno.
La irrupción del llamado poscapitalismo ha sido sutil y apaciguada. Si la aparición del primer capitalismo industrial supuso la transformación mental y cultural de millones de hombres provenientes del mundo rural, el nuevo capitalismo también opera profundos cambios psicológicos. La muerte del viejo capitalismo anuncia la desaparición de aquellas estructuras psíquicas que permitían asumir un conjunto de sacrificios vitales a cambio de una serie de gratificaciones retardadas. Durante decenios, el trabajador medio occidental asumió que debía sacrificarse en el trabajo para con los años gozar de un retiro holgado. Las abnegaciones familiares se soportaban para un día ver a los hijos felizmente casados. El consumo inmediato era autonegado para garantizar unos ahorros que permitieran vislumbrar el futuro con cierta tranquilidad. Este fenómeno ha sido estudiado por Richard Sennet en su reciente obra La cultura del nuevo capitalismo (Anagrama, 2006). La conclusión del viejo analista norteamericano es que empezamos a intuir que esas gratificaciones esperadas no se van a consumar. Ni el Estado de Bienestar parece dispuesto a garantizarnos una pensión digna, ni las empresas te permiten soñar con un contrato que llegue hasta la jubilación, ni siquiera la familia se asemeja a aquella fortaleza indestructible que todos soñábamos. Amanece una época en la que la familia tiene como metáfora un puzzle que se irá componiendo y recomponiendo con el paso del tiempo, así como el trabajo o el propio futuro.
El tema también ha sido tratado con profundidad por el sociólogo Zygmunt Bauman en su obra En busca de la política (FCE, 2001), en la que analiza la “incertidumbre” como fenómeno dominante en las sociedades posmodernas. Para Bauman, actualmente, ni las estructuras políticas ni las económicas, pueden evitar que los niveles de angustia e incertidumbre se disparen. El ciudadano busca por tanto formas artificiosas de “seguridad”, recreando falsas comunidades en las que incardinarse o reinterpretándose como un ser cambiante y adaptable. Bajo el prisma del nuevo capitalismo queremos vernos, señala Bauman, como un armario modular que puede adecuarse a nuevas funciones, habitaciones e incluso viviendas. Pero las estrategias de adaptación también fracasan y no nos liberan de la angustia. En una obra reciente de Sennet, La corrosión del carácter (Anagrama, 2005), se analiza la siguiente paradoja: cómo la presente generación, en Estados Unidos, se siente profundamente más insatisfecha, laboral y vitalmente, que la generación de sus padres. Muchos hombres que tuvieron vidas rutinarias y trabajos poco cualificados se sentían más felices y realizados que sus hijos, profesionales liberales e incluso altos ejecutivos. Entre las causas de esta insatisfacción estructural, apunta Sennet, se halla el trepidante ritmo vital, los cambios profesionales, la sensación de inestabilidad y la imposibilidad de centrarse en la educación de los hijos.
Esta etérea incertidumbre dominante no deja de ser un problema de identidad que el nuevo capitalismo espera resolver a su favor. Ensayos interesantes como Jesús en Disneylandia (Cátedra, 2002), de David Lyon, insisten en que el consumo se está convirtiendo en uno de los pocos “constructores de la identidad” vigentes. Todo macro-proceso como la globalización, en la medida que nos promete una difusa solución planetaria a los problemas económicos, nos aboca a una terrible disolución identitaria. Las marcas y las modas, como constructoras de identidad, contribuirán generosamente a resolver nuestra angustia. Pero quizá sea peor el remedio que la enfermedad. Al menos esta es la tesis de Vicente Verdú expresada en su obra El estilo del Mundo (Anagrama, 2003). Para el autor, los intentos de buscarse a sí mismo a través del cosmos de las modas y las marcas, lleva a que: “la vida tiende a convertirse en una sucesión de fragmentos y la identidad, sometida a cambios constantes, sufre despistes y desvaríos”.