¿Una liberación política?

 

En el orden político al feminismo no le fue mejor con la modernidad. Hoy parece que el mundo revolucionario y el feminismo han ido siempre de la mano pero de hecho no ha sido siempre así. Un caso pardigmático, y frecuentemente ocultado, es el de Olimpa de Gouges. Esta humilde mujer, la primera y prácticamente única feminista de la época de la Revolución francesa, fue autora de La Declaración de los Derechos de la mujer y la ciudadana (1791). A pesar de su espíritu revolucionario, acabó enemistada con los jacobinos -que nunca contemplaron el derecho de la mujer a votar- y terminó en la guillotina. Condorcet, girondino de pro, que había defendido la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, también sufrió la pena capital.

La relación entre el sexo y la izquierda no deja de ser complicada. En las obras de Karl Marx, por ejemplo, apenas encontramos un asomo de preocupación por la cuestión femenina. En nuestros días, una lectura del Manifiesto comunista sorprende pues la mujer no aparece por ningún lado. Por eso, en los debates intelectuales marxistas, siempre se acaba recurriendo a Engels y su famosa obra Los orígenes de la familia, la propiedad y el Estado, para argumentar que el marxismo se procupó por la mujer. Pero el argumento está tomado por los pelos. Revisando los orígenes teóricos del socialismo es sorprendente descubrir el lugar de la mujer en la esperada sociedad utópica.

Entre los socialistas utópicos encontramos que los lasalleanos, seguidores de Ferdinand de la Salle, se oponían furibundamente a la igualdad de derechos entre los hombres y las mujeres. Creían que el lugar natural de la mujer era el hogar. Para ellos, la revolución socialista otorgaría un sueldo justo a los trabajores y ello permitiría que la mujer ocupara nuevamente su lugar en casa, abandonando así las fábricas. Desde el anarquismo, Proudhom también fue un ardiente defensor de que la mujer no se moviera de su hogar. Sus ideas tuvieron notable influencia en la Iª Internacional y en la organización de los sindicatos de clase que evitaron encuadrar secciones femeninas. El socialista utópico Charles Fourier, en su obra un Nuevo orden amoroso, concibe una especial liberación de la mujer. Ésta consiste en subordinarse a una organización de castas sexuales y a códigos que regulan la poligamia. La familia se transforma en “cuadrillas omnígamas” donde las mujeres tienen un lugar bien definido normativamente. La utopía saintsimoniana también relegaba a la mujer a una suerte de poligamia.

Durante la IIª internacional el revisionista Berstein, del Partido Socialdemócrata, a pesar de ser partidario de la igualdad legal de la mujer, atacó sin piedad a la organización de mujeres trabajadoras que encabezaba Clara Zetkin. Uno de los mitos del comunismo alemán, Augusto Bebel, que había escrito La mujer y el socialismo, se destacó por sus insultos misóginos a Rosa Luxemburgo. A la gran líder feminista, Bebel, en carta a Kautsky, le dedicó estas lacerantes palabras: “Hay algo raro en las mujeres. Si sus parcialidades o pasiones o vanalidades entran en escena y no se les da consideración y, no digamos, son desdeñadas, entonces hasta la más inteligente de ellas se sale del rebaño y se vuelve hostil”. Otro comunista Adler, en carta a Bebel, también arremetía contra Rosa Luxemburgo: “La perra rabiosa aún causará mucho daño, tanto más teniendo en cuenta que es lista como un mono”. Llegada la IIIª Internacional Clara Zetkin fue acusada de desviacionismo doctrinal por querer introducir el voto de la mujer en el programa comunista.

Hoy todavía se echa en falta una completa y compensada historia del sufragismo femenino. Ante la minimización de los movimientos sufragistas anglo-americanos, parece que todo el logro es de la izquierda. Pero nada más alejado de la realidad. El hecho más concluyente fue la negativa de los partidos de izquierdas de toda Europa a aceptar por las buenas el voto femenino. El temor a que el voto de las mujeres -más conservador- decantara las urnas hacia los partidos de derechas, les llevó a ese recelo. El caso de la II República española es patente. Clara Campoamor, eminente feminista de la época, pidió en el Parlamento la aprobación del voto femenino. Se opusieron, entre otros, Acción Republicana, los Radicales y los Radicales socialistas. Se opusieron también las célebres feministas Victoria Kent (de Izquierda Republicana) y Margarita Nelken (Partido Socialista). Aprobado el sufragio femenino, con los votos de la derecha, los temores de la izquierda se hicieron realidad: las elecciones del 33 fueron ganadas por las derechas. Paradójicamente, Clara Campoamor y Victoria Kent perdieron sus escaños.

Las revoluciones de principios del siglo XX presagiaban una liberación de la mujer, pero no fue así. Durante la revolución del 36 en España, las milicias anarquistas fueron el banderín de enganche de todo el feminismo europeo. Lo que en un principio se mostraba como una idílica redención de la mujer, provocó una profunda frustración debido a la rudeza de la revolución, la prostitución o el desarraigo de las familias. En un periódico feminista y anarquista de la época, Mujeres Libres, se podía leer: “Un célebre sociólogo argentino decía que la emancipación de la mujer depende de la revolución social que traería aparejada la libertad económica, política y sexual de la mujer. Yo empiezo a dudarlo. Se me ocurre que después de la revolución social, tendremos que hacer las mujeres nuestra revolución. Existen datos en cantidad para hacer meditar sobre el tema” (VIII mes de la revolución).

También la Revolución rusa había saludado la liberación de la mujer, suprimiendo el matrimonio eclesiástico, e incluso el civil (Código revolucionario del 17 de octubre de 1918). Pero, para gran sorpresa, se decidió dar marcha atrás ante la degradación que el proceso supuso para la mujer. El número de madres abandonadas con hijos se multiplicaba incesantemente, al igual que los padres que no pasaban la manutención para sus hijos. Así, la Unión Soviética decidió abandonar las tesis feministas e intentó reordenar la sociedad en función de la estructura familiar tradicional. La Ley soviética del 26 de mayo de 1936 regulaba el matrimonio, prohibía el aborto y endurecía los castigos ante los abandonos de hogar. Además, se premiaba a las “madres heroicas” que tuvieran más de 10 hijos. El feminismo perdía así su mejor aliado político. Los que proponen que la misoginia política de la izquierda fue una taradura reducida a la Unión Soviética, olvidan a autores como Gramsci. El fundador del eurocomunismo trasluce en sus escritos un entusiasmo sorprendente por un proletariado asexuado. La obsesión de Gramsci era que el trabajador revolucionario no se viera perturbado por la liberación sexual y de la mujer, a las que se denunciaban como dos de las corrupciones más dañinas del capitalismo.

Javier Barraycoa