ABAD.

Festividad: 17 de Abril.

Este gloriosísimo Santo, descendiente del bienaventurado Geraldo, conde de Aurillac, cuya fiesta se celebra el 13 de octubre, fue hijo único de nobilísima y muy cristiana familia.

Cuéntase que el conde su padre, pundonoroso y noble caballero, besó conmovido a su hijito y le puso en la mano una hermosa espada, como para mostrar al recién nacido que debía heredar la hidalguía y valor guerrero de sus antepasados; pero el niño rechazó con su manita aquella arma homicida, la cual, cayendo al suelo, se hizo pedazos. Este suceso parecía pre­sagiar el pacífico natural de Roberto y su inclinación a la vida quieta y sosegada.

Los primeros años del Santo transcurrieron en la ciudad de Brioude, bajo el amparo del glorioso San Julián, venerado en un santuario de aquel lugar. Con la edad, creció el santo niño en piedad y letras, en las que en breve tiempo salió muy aprovechado; pero habiéndose dado con más ahínco al estudio de la ciencia religiosa y de las cosas eternas, muy luego dio de mano a las terrenales y caducas y puso todo su amor y esperanza en el Señor.

Roberto, aunque pequeñito, amaba a Dios con todo su corazón y, enamorado ya en su tierna edad de Jesús Sacramentado, pasaba noches enteras postrado ante el Sagrario. Sabía burlar la vigilancia de los guardianes de la iglesia; pero no obstante eso, viéronle éstos no pocas veces absorto en muy fervorosa oración.

En el corazón del Santo ocupaban lugar preferente, después de Dios, los desgraciados y los pobres, cuyos padecimientos y necesidades le movían a tiemísima conmiseración. Con sus propias manos solía lavar las úlceras, y llagas cancerosas de los enfermos, y mereció que el Señor premiase su ca­ridad con milagrosas curaciones. Llegó a causarle tanta compasión y lástima la vista de los dolores ajenos, que determinó edificar un hospital en donde poder acoger a los enfermos pobres. Después estudió la carrera eclesiástica con los clérigos de Brioude.

Pronto recibió Roberto las sagradas órdenes y luego fue elegido canónigo de Brioude y tesorero de la catedral. Diose de allí en adelante con mayor celo al ejercicio del ministerio apostólico; con la eficacia de su palabra y el ejemplo de su santa vida logró muchas conversiones. Pero hacía ya tiempo que su alma anhelaba desasirse totalmente de las cosas terre­nas y ansiaba vivamente apartarse del trato de las gentes y huir a la soledad, para vivir más cerca de Dios en medio del silencio y recogimiento.

Sentíase atraído por los santos ejemplos de los monjes del famoso monas­terio de Cluny, que era por entonces muy admirado y celebrado en la Iglesia, y determinó acabar su vida en aquel convento y en medio de aquellos vir­tuosos monjes, los cuales cantaban a porfía, con los ángeles, las alabanzas del Señor. Comunicó solamente con un deudo suyo esta determinación y, habiendo preparado disimuladamente lo necesario para aquella jornada, par­tieron juntos secretamente de la ciudad y a toda prisa tomaron el camino de Cluny.

Pero muy presto se supo en la ciudad que Roberto había desaparecido y, como todos le estimaban como a padre, hermano y amigo, muy afligidos corrieron en su busca por todos los caminos; al cabo le dieron alcance y lo trajeron en triunfo a la ciudad en medio de general alborozo. Entretanto, el humilde Santo, apesarado de ver frustrados sus intentos, vino a enfermar gravemente y, estando padeciendo esta dolencia, echó de ver claramente que todo cuanto le había sucedido era por voluntad del Señor, el cual quería que su siervo permaneciese en aquella ciudad para provecho y santificación de muchas almas.

Sanó de su enfermedad y otra vez sintió deseos de mayor perfección y, para ver de salir con su intento, probó llevar vida más recogida y solitaria en casa de sus padres, pero no lo consiguió. Por entonces, con ánimo de vencer tantas dificultades, se determinó a ir en peregrinación al sepulcro de los Santos Apóstoles qué se halla en la capital del orbe cristiano, y, no oponiéndose nadie a su determinación, partiose para Roma, donde veneró con gran fervor y devoción las reliquias de los santos mártires. Oró mucho, comunicó sus designios con personas doctas y santas, visitó el famoso monasterio de Monte Casino, enterándose muy por menudo de las sanas y pia­dosas tradiciones de la vida monástica y volvió a su ciudad natal muy con­solado y resuelto a llevar adelante sus santos propósitos.

Muy pronto se dignó el Señor manifestar a su fiel siervo su divina voluntad. Cierto día fue a ver a San Roberto un soldado llamado Esteban, quien, oyéndole en un sermón, se había convertido y venía a que le dijese cómo podría reparar las culpas y desórdenes de su mala vida pasada. Alegrose el Santo viendo aquellas tan felices disposiciones del recién convertido y le aconsejó que, sin más, dejase las insignias de la milicia terrenal y se alistase para siempre bajo la victoriosa bandera de Nuestro Señor Jesucristo, y vistiese la gloriosa librea de Aquel cuyos premios son eternos e infinitamente mayores que los servicios que se le hacen.

Este consejo fue muy del agrado del militar, el cual convino en hacerse monje; pero puso como condición que también lo hiciera su director espiritual. Con esto entendió Roberto que el Señor había oído sus súplicas. Seguro de hallar en aquel joven un compañero fiel, le comunicó su propósito de vida retirada y, habiéndose encomendado los dos a la protección divina, deter­minaron llevar a efecto lo antes posible su piadoso designio. Mas antes quiso Esteban asegurar el feliz éxito de aquella empresa poniéndola bajo el amparo de Nuestra Señora del Puy, cuyo santuario visitó con mucha devoción y lágrimas. Hizo esta peregrinación movido sin duda del Señor, porque la Virgen Nuestra Señora, para premiarle, quiso que Esteban a la vuelta repa­rase en una iglesia arruinada que parecía muy a propósito para eremitorio, por hallarse en paraje solitario del camino; y así, en cuanto llegó a Brioude, lleno de gozo fue a contárselo a San Roberto, expresándole al mismo tiempo el vivo deseo que tenía de ir inmediatamente a morar en aquel lugar. En el entretanto, otro soldado llamado Dalmacio siguió el ejemplo de su compañero Esteban y con mucha humildad se presentó al Santo suplicán­dole que se dignase contarle entre sus discípulos.

Pasados algunos días, los tres se encaminaron gozosos a la soledad del yermo. Eran tres flores que iban a abrir su perfumado cáliz en medio de la aridez del desierto para embalsamarlo con la fragancia de su devoción y de sus virtudes. El sitio que eligieron para morada se hallaba en medio de una enmarañada selva, distante cinco leguas de la ciudad de Brioude, y tan extensa, a juzgar por lo que refiere la Historia de Casa Dei, que en cuatro días no la hubiera atravesado un brioso caballo corriendo a todo correr. Aun hoy día, al visitar aquellos parajes donde el arte e ingenio de los monjes supo levantar un grandioso templo y edificar una verdadera ciudad, el ánimo de los viajeros queda sobrecogido de espanto y admiración. Allá, en medio de bosques de añosos abetos y algunos terrenos de cultivo poco fértiles, la imaginación gusta de representarse a San Roberto, el descendiente de nobles y aguerridos caballeros, llegando a aquella agreste meseta situada a tres­ cientos pies sobre el nivel del mar, y de allí dirigiendo su vista a los montes del Forez, erizados de oscuras frondosidades en las que reinaba espantoso silencio. Sólo unos enormes peñascos dispuestos con cierto primitivo arte, formando dólmenes, atestiguaban que allí había habido hombres.

Con todo, en los alrededores vivían campesinos aun paganos, los cuales se declararon desde el primer día enemigos de los santos solitarios y trataron de asustarlos con injurias y amenazas de muerte.

Pero ningún caso hicieron de ellos Roberto y sus dos compañeros, antes, echando mano de hachas y azadones, comenzaron a abrir caminos y talar parte del bosque para convertirlo en terreno de cultivo. Luego edificaron un reducido oratorio y una cabaña de troncos y ramaje para defenderse del rigor e inclemencia de las estaciones.

El fervor y devoción de aquellos tres monjes era admirable. Desprovistos de socorros humanos, sólo vivían de su cotidiana labor, y aun de su frugal sustento daban buena parte a los viajeros y a los pobres, sin guardar nunca nada para otro día. Dioles pronto a conocer el Señor con un prodigio extra­ ordinario, cuánto le agradaba aquel modo de vida.

Cierto día en que no les quedaba sino un pan para sustentarse, vino un pobre a pedirles limosna, y San Roberto, que no sabía rehusar nada a los desgraciados, le dio todo el pan, dejando a la divina Providencia el cuidado de abastecerles a él y a sus dos compañeros. Pero Dalmacio, por ser aún muy novicio en el perfecto desasimiento de todas las cosas, fue a quejarse a San Roberto, pareciéndole aquella largueza y bondad del Santo, grande y reprobable imprudencia. Estábase quejando todavía, cuando vieron que llegaban dos caballos con buena carga de víveres que les enviaban dos amigos suyos, canónigos de Puy: los mismos que les habían hecho donación de aquellos terrenos. Muy maravillados quedaron con aquel providencial socorro; mas subió de punto su admiración cuando el conductor de las caballerías les dijo que salió de Puy con tres caballos, pero que uno de ellos se paró como a la mitad del camino rendido de cansancio, y allí tuvo que dejarle.

—Traza del Señor es esa— exclamó San Roberto dirigiéndose a Dalmacio—; la divina Providencia ha querido premiar la confianza de nosotros dos y castigar tus quejas y murmuraciones, y así, el caballo que traía tu ración es el que se ha quedado en el camino.

Los habitantes de aquellas comarcas, testigos de la santidad y ejemplar modo de vida de los tres ermitaños, al poco tiempo mudaron de conducta, y de enemigos que eran de los santos monjes, se trocaron en sus amigos y favorecedores, y aun algunos de ellos vinieron a entender la vanidad de los bienes temporales merced al ejemplo y exhortaciones de San Roberto y, renunciando al siglo, se consagraron al servicio del Señor bajo la dirección del Santo.

Andando el tiempo, extendióse la fama de las virtudes de aquellos santos solitarios y de muchos lugares vinieron a abrazar aquella austerísima vida personas nobles, eclesiásticos y hombres de negocios ansiosos de caminar por la senda de la perfección, asidos de la mano de tal maestro y guía. Las cosas maravillosas que Dios obraba en favor de su siervo fueron también grande parte para confirmarles en sus propósitos; porque muchos enfermos cobra­ron la salud con sólo tocarlos el Santo, el cual por humildad atribuía aquellos milagros a la intercesión de los santos mártires Agrícola y Vidal, a quienes estaba dedicada la iglesia. Pero el Señor se servía aún de los mismos demo­nios que Roberto echaba del cuerpo de los posesos para proclamar y celebrar la santidad de aquel santísimo varón y valeroso soldado de Cristo.

Tanto se acrecentó el número de ermitaños que San Roberto juzgó necesario agruparlos en un solo monasterio, en vez de vivir despa­rramados por el monte en pobres celdillas que parecían tiendas de campaña levantadas en tomo a la del general.

Cundió por todo el país la noticia de que los ermitaños querían edificar un monasterio y toda la gente, alborozada, fue a ofrecer su concurso a los monjes. Unos llevaron los materiales y cuanto era menester para levantar la obra, en agradecimiento de las gracias que habían recibido de Dios por intercesión de San Roberto; otros ayudaron con el trabajo de sus manos haciendo de albañiles; los nobles de Auvemia hicieron ricas donaciones al monasterio por la gran veneración y estima que tenían al Santo, señalándose por su largueza y generosidad el conde Guillermo y los barones de Mercoeur y de Livradois.

Con eso quedó edificado en el corazón de Auvernia por los años de 1052 la famosísima abadía de Casa Dei o Casa de Dios, émula en importancia, por espacio de algunos años, del también celebérrimo monasterio de Cluny.

Rencón, tío de nuestro Santo y obispo de Clermont, partió para Roma y obtuvo del santo papa León IX la aprobación del nuevo monasterio y que Roberto fuese primer Abad del mismo, y además muchos y grandes privilegios. Por su parte, Enrique I, que por entonces reinaba en Francia, al tener noticia de aquella fundación, ratificó todas las donaciones hechas a los monjes de Casa Dei. Con eso pudo el obispo Rencón bendecir solemnemente el monasterio y proceder a su dedicación, hecho lo cual, vistió al santo fundador con hábito monástico y le confió el gobierno de la comunidad, otorgándole por expresa voluntad del Romano Pontífice la dignidad abacial, con grande alegría y agrado de todos los monjes y mucha confusión y lá­grimas del humilde San Roberto.

Puesto así por voluntad del Señor para que fuese cabeza y guía de aquellos santos religiosos, el nuevo abad juzgó prudente y necesario traerlos a todos paternalmente a la vida común, porque hasta entonces habían vivido a su antojo: unos, solitarios en ermitas; otros, en comunidad, y aun algunos llevaban vida parecida a la de los canónigos regulares de San Agustín.

Cierto día, juntándolos a todos en Capítulo, los exhortó a que suplicasen al Señor que se dignase manifestarles en qué modo de vida quería su Divina Majestad ser de ellos servido; y, hallándose allí congregados, llegó a la puerta del monasterio un desconocido de aspecto venerable, el cual dijo al portero así que le hubo saludado: «Aquí le traigo este libro para que se sirva entregarlo a los monjes congregados en Capítulo, porque de él han menester.» En diciendo estas palabras, diole un manuscrito y el religioso lo llevó a toda prisa al abad y, abriéndolo éste en presencia de los monjes, vieron todos con admiración que era la regla de San Benito. Entretanto, el misterioso desconocido desapareció y nadie supo más de él. Sacaron de todo eso los monjes que seria algún ángel por el que Dios les dio a conocer su voluntad, y de allí adelante observaron fiel y gozosamente la regla be­nedictina, con lo que creció notablemente el fervor en el monasterio y el Señor lo bendijo enviando a San Roberto más de trescientos discípulos.

Tenía San Roberto tan grande amor a los prójimos y tan encendido celo de la salvación de las almas, que no podía contenerlos en los estrechos límites del monasterio, y así, los últimos años de su vida los pasó restaurando algunos santuarios arruinados por el tiempo y por an­teriores guerras, devolviendo con ello al culto más de cincuenta iglesias.

Los innumerables milagros que obró a su paso por los pueblos de aquella región, fueron parte para que San Roberto lograra copioso fruto con sus predicaciones. Detúvose cierto día en Allanches y, al ir a celebrar misa, vino a decirle su compañero que no les quedaba cosa para comer. «Ahora, ayude a misa, hermano— replicó el Santo—, y Dios proveerá luego a nuestra necesidad». Aun no había llegado al Prefacio, cuando un águila pasó volando sobre la iglesia y dejó caer un pez tan grande que bastó para dar de comer al santo abad y a todo su séquito.

Otra vez, el cocinero compró algunas anguilas y las tenia ya aderezadas para servirlas a la comunidad; pero Roberto mandó que las tirasen, lo cual se hizo para obedecerle, y al poco tiempo se supo que el que las había vendido acababa de ser condenado a muerte por haber intentado envenenar a los clientes, con pescado emponzoñado.

Estando San Roberto orando con fervor, postrado ante el altar de la Virgen, la víspera de la fiesta de la gloriosa Asunción de Nuestra Señora, apareciósele la Madre de Dios y le entregó un bastón de marfil en forma de tau (T), y de él se sirvió el Santo de allí adelante como de báculo abacial. Medía como tres pies de largo y parecía una muleta; hasta la Revolución francesa fue tenido y venerado como preciosa reliquia. Un antiguo sello de Casa Dei, que parece ser de la época románica, lleva junto a un abad encapuchado un alto bastón en forma de tau, y aun hoy en día se halla dibujado dicho bastón en el escudo de aquel monasterio.

Llegó para San Roberto la hora de ir a gozar del premio de sus santas obras. Ya el Señor le había revelado el día en que, sueltas las ataduras de la carne, iba a llevarle a la patria celestial. «El tercer día después de la octava de Pascua, será el de mi muerte», solía decir a sus discípulos.

Habiendo recibido los últimos Sacramentos, mandó que le llevasen a la sobre la iglesia y le colocasen delante de una estatua que representaba al Niño Jesús sentado en las rodillas de su bendita Madre; y, poniendo su báculo abacial en manos del divino Infante, le hizo esta oración: «¡Oh Jesús, Señor y Dios mío! Tú me entregaste este báculo, símbolo de mi autoridad abacial; a Ti y a tu Madre santísima os lo devuelvo, para que de aquí adelante seáis los verdaderos Dueños y Superiores de este monasterio, guardándolo siempre bajo vuestro divino amparo.»

Juntó luego a todos sus discípulos para darles sus últimos consejos; y, habiéndolos abrazado muy tiernamente uno por uno, les prometió que seguiría amparándolos desde el cielo.

Sucedió su glorioso tránsito a los 17 de abril del año del Señor de 1067, y en ese día hace de él mención el Martirologio romano; pero algunas iglesias celebran la fiesta de San Roberto el día 24 de abril, porque en dicho día fue enterrado su sagrado cuerpo, con gran concurso de fieles, en el mismo lu­gar que eligió el Santo para centro de su maravilloso apostolado.

Apenas muerto San Roberto, uno de los monjes vio que la Virgen María venía a buscar al Santo para llevarlo al cielo, y otro monje observó que el alma del bienaventurado abad subía por el aire en forma de globo de fuego.

Tanto en vida del Fundador como después de su muerte, el monasterio de Casa Dei hizo muchas fundaciones en Francia, España e Italia, llegando a sumar doscientos noventa y tres conventos, siendo uno de ellos la célebre abadía de San Juan de la ciudad de Burgos.

Oración:

Oh alma, tu ejemplar es Dios, belleza infinita, luz sin sombras, resplandor que supera aquel de la luna y del sol. Levanta los ojos a Dios en el que se encuentran los arquetipos de todas las cosas, y del que, como de un manantial de infinita fecundidad, deriva esta variedad casi infinita de las cosas. Pues tienes que concluir: quien Dios encuentra encuentra cada cosa, quién Dios pierde pierde cada cosa. San Roberto, ruega por nosotros. Amén.

R.V.