EREMITA y FUNDADOR.
Festividad: 2 de Abril.
Francisco nació en Paula, villa de la diócesis de Cosenza, en Calabria, el día 27 de marzo de 1416. Sus progenitores, Santiago Martolilla y Viena de Fuscaldo, se granjearon la amistad de todos por su piedad y virtud. Después de pasar muchos años sin hijos, continuaban sin cesar pidiéndoselos al Señor.
Cierto día, en un arranque de fe sencilla, Viena acudió con toda confianza al Señor renovándole la petición de un hijo por intercesión de San Francisco de Asís, prometiendo que en caso de ser atendida su súplica, le consagraría a su hijo y le llamaría Francisco.
Dios escuchó su oración, pues el mismo año les concedió un hijo; pero los probó de nuevo, permitiendo que enfermara de gravedad cuando apenas contaba un mes de vida. Nuevamente acudieron los padres al Señor con plena confianza y, para merecer curación tan anhelada, añadieron a sus promesas un voto más digno de admiración que de imitación: el de vestir a su niño por espacio de un año el hábito de los Frailes Menores y de hacerle vivir en un convento de su Orden. El enfermito recobró la salud. Poco tiempo después nacioles un segundo vástago, quedando así cumplidos los deseos de los piadosos padres, cuya única preocupación fue en adelante educar cristianamente sus dos hijitos: Francisco y Brígida.
Desde los albores de su infancia dio Francisco claras muestra de la vocación que el Señor le reservaba. Permanecía largas horas en las iglesias y se mortificaba con ayunos, abstinencias y otras penitencias. Como le invitara una vez su madre a jugar con otros niños, contestó que gustoso lo haría, pero que la única satisfacción que en ello encontraba era la de obedecer.
Cuando en 1429 cumplía los trece años, se despertó una noche soñando que veía a un monje vestido con hábito de Frailes Menores, quien de parte de Dios le ordenaba recordar a sus padres que había llegado para ellos la hora de cumplir su voto; dicho lo cual desapareció. Santiago y Viena entendieron en seguida lo que significaba aquel mensaje, y se dispusieron a cumplir la voluntad de Dios.
Al día siguiente muy de mañana, padre, madre e hijo partían para el convento de los Cordeleros, de la ciudad de San Marcos, muy renombrado por el fervor de sus moradores y el rigor de la observancia. Recibido Francisco, regresaron sus padres a Paula, sintiendo en el sacrificio de la separación, pero admirando y bendiciendo la bondad que el Señor había tenido con ellos.
El joven oblato llegó a ser en breve objeto de admiración y de edificación para aquellos buenos religiosos. La regla, a pesar de su austeridad, le parecía muy mitigada. A la más estrecha abstinencia juntaba un ayuno perpetuo; su hábito era una túnica de tosco sayal, áspero como un cilicio; andaba siempre descalzo. Semejante espíritu de mortificación le granjeaba la estimación de todos; pero su gran sencillez y amabilidad, su vida de intimidad afectuosa con Dios, conmovían los corazones, y ganaban las voluntades. Y, a más abundamiento, desde aquel instante vinieron ya los milagros a acreditar la complacencia con que le miraba el Señor.
Bien hubieran deseado los religiosos de San Marcos tener siempre consigo al elegido de Dios, pero no eran tales ni el voto de Francisco, ni los designios de la Providencia; por lo cual, terminado el año, como volvieran a San Marcos los padres de Francisco, halláronle dispuesto a ir con ellos de romería a Roma, Asís, Loreto y Monte Casino, antes de regresar a Paula.
La romería a Monte Casino había de ser decisiva en la orientación de su vida. Hondamente conmovido por el recuerdo de San Benito, que a los catorce años se retiró a las soledades de Subiaco, resolvió Francisco seguir la minina senda. Y, sin tardar, aun antes de volver al hogar paterno, en el mismo camino, echándose el joven adolescente a los pies de sus padres, les suplicó que le dejaran vivir solo en algún rincón de sus heredades a poca distancia de la ciudad.
Admirando una vez más los designios del Señor sobre su hijo, Santiago y Viena le otorgaron lo que solicitaba, reservándose no obstante el cuidado de proveer diariamente a su sustento.
Mas no había de permanecer Francisco largo tiempo cerca de los suyos, que con excesiva frecuencia iban a verle. Sintiendo la necesidad de mayor soledad, buscó un lugar más acondicionado para el retiro y, conducido por el Espíritu Santo, llegó cierto día a un paraje escarpado y casi inaccesible, en cuyos riscos descubrió una caverna en la que fijó su morada.
Seis años debía permanecer en aquel lugar, ignorado de todos y entregado a la oración, penitencia, ayuno y luchas con el demonio, reproduciendo la vida de los Antonios, Hilariones y Benitos, saliendo como ellos vencedor de los combates del desierto y dispuesto a arrastrar en seguimiento suyo a multitud de almas que en breve le enviaría el Señor.
Su encierro fue descubierto al fin por unos cazadores que perseguían a un corzo. La noticia difundiose rápidamente y comenzaron a menudear las visitas. La cesación milagrosa de la peste, conseguida por su mediación, divulgó más y más su nombre, con lo que ciertas personas solicitaron y recabaron el favor de ir a vivir en aquella soledad y compartir con él su vida.
Como se acrecentase considerablemente el número de sus discípulos, vinieron a hallarse faltos de sitio y desearon buscar lugar más a propósito para establecerse de modo definitivo. Francisco obtuvo del arzobispo de Cosenza autorización para edificar un monasterio en la cima de un monte próximo a la villa de Paula. A su construcción contribuyeron no pocos habitantes de la comarca con sus limosnas o prestación personal. No faltaron tampoco los milagros que, en diversas ocasiones, realizó Dios por medio de Francisco.
Tan unánime y generoso fervor no fue el único prodigio que señaló los comienzos de una Orden nueva y la construcción de su primer monasterio. En repetidas ocasiones, el fundador de veinte años dio pruebas del don de milagros con que el Señor le había enriquecido.
Y así, un día brotó una fuente al conjuro de sus plegarias para facilitar el trabajo de construcción; otro día en que se carecía de víveres, un caballo sin guía llegó al convento cargado de pan tierno; en otra ocasión, entró Francisco en un horno de cal que amenazaba ruina y que a la sazón estaba plenamente encendido; arregló lo preciso y salió indemne. Con frecuencia, por su solo mandato o ruego trasladaron los obreros materiales de peso superior a sus fuerzas; y hasta en dos ocasiones distintas le fue dado resucitar a un joven que en otras tantas veces fue víctima de un accidente. Devolvió la vida a su sobrino Nicolás de Alesso, el cual, agradecido por tal favor, siguió con alegría de su alma la vocación del tío, con el consentimiento de su madre, que antes del milagro se había opuesto formalmente a la entrada de su hijo en la religión.
La fama del ermitaño se extendía cada vez más, con lo cual se acrecentaba el número de sus discípulos y facilitaba la fundación de nuevos monasterios. De Paterno llegaron las primeras y más apremiantes instancias, que Francisco pudo atender.
En 1444, el joven fundador —a la sazón veinticinco años— partió de Paula con algunos religiosos para establecerse en Paterno. Este convento se levantó en las mismas condiciones prodigiosas que el primero, por lo cual fue denominado «el convento de los milagros».
Entonces se vio Francisco por vez primera envuelto en una atmósfera de contradicciones y pruebas suscitadas por la envidia de los médicos a causa de la exagerada austeridad de vida que exigía a sus discípulos; pero el Señor, que visiblemente le asistía, hizo que triunfara la justicia.
Aunque Francisco no había frecuentado las aulas, poseía la elocuencia del Apóstol y el don de mover los corazones. A la eficacia de su palabra se debe el gran número de conversiones, que motivaron la fundación de los conventos de Spezzano y de Coriliano.
De este modo alcanzamos al año 1464, en que el fundador salió de Calabria, dejando los cuatro conventos en plena prosperidad, y pasó a Sicilia donde era ansiosamente esperado. Frisaba entonces en los cuarenta y ocho años.
El viaje de Francisco a Sicilia fue señalado por dos milagros extraordinarios. El primero fue que alimentó por espacio de tres días a nueve viajeros con un panecillo que se halló en sus mochilas; el segundo, de más resonancia todavía, aconteció así: Como a causa de su pobreza se le negara pasaje en el navío, púsose en oración y, acabada ésta, llegose hasta las aguas, extendió sobre ellas su capa, hizo la señal de la cruz y subió a esta embarcación de nueva guisa, diciendo a sus dos acompañantes: «Seguidme, no temáis»; y los tres pasajeros abordaron de esta forma a la isla, cerca de Mesina.
La milagrosa travesía del estrecho de Mesina por el santo varón de Dios, se glosa en el himno de Laudes que los religiosos de la Orden de los Mínimos cantan en la fiesta de su glorioso Fundador. En los cuatro años que pasó en Sicilia, Francisco predicó con gran acierto y provecho espiritual; fundó y mandó edificar el convento de Melazzo, origen de otros varios, y el primer monasterio de religiosas ermitañas, terminado lo cual regresó a Calabria.
Por aquel tiempo, impresionado el papa Paulo II por el paso maravilloso sobre las aguas, determinó examinar el caso y envió, al efecto, uno de sus secretarios al arzobispo de Cosenza, el cual dio informes en extremo favorables de Francisco, afirmó la veracidad de los milagros que se le atribuían y aconsejó al enviado pontificio que hiciera una visita al hombre de Dios.
Satisfecho de la encuesta el Papa, bendijo y colmó de favores al humilde ermitaño y a sus discípulos; años más tarde, Sixto IV, por bula fechada en 23 de mayo de 1473, amplió los privilegios otorgados por su predecesor, aprobó la nueva Orden religiosa con el nombre de Ermitaños de Calabria y, a despecho de su resistencia, nombró a Francisco Superior General vitalicio.
Cual otro Juan Bautista, no temía Francisco de Paula tronar públicamente contra los desórdenes de príncipes y reyes. Herido en su orgullo Femando I, Rey de Nápoles, quiso vengarse: acusó al santo varón de fundar en su reino nuevos monasterios sin contar con su licencia y condenó a los monjes a salir de sus casas. Apoyados en la autorización de su prelado, el fundador y sus monjes hicieron caso omiso de tales intimaciones. Para dar un escarmiento y acabar con aquella resistencia, el hermano del Rey, Juan de Aragón —conocido con el nombre de «cardenal de Hungría», tal vez por haber sido legado pontificio enii aquella nación—, expulsó del convento a los monjes de Castellamare y se posesionó del edificio; mas poco tiempo disfrutó de su iniquidad, pues en breve murió envenenado.
El Rey, lejos de abrir los ojos ante muerte tan trágica que todos, consideraron como castigo del cielo, se enfureció aun más y determinó apoderarse de la persona del santo religioso y guardarle preso en las cárceles de Nápoles. Sin más dilaciones envió a Paterno una compañía al mando de un capitán.
Los soldados, espada en mano, penetraron en el convento, recorrieron el claustro, el dormitorio, la celda, la iglesia, sin dar con Francisco, que permanecía orando postrado ante el altar. Levantose el siervo de Dios y con aire tranquilo y alegre salió al encuentro del jefe que, confuso y avergonzado, se echó a sus pies pidiéndole perdón. El Santo le mandó levantar, le entregó velas bendecidas, como acostumbraba a hacer en tales casos, para el Rey y los suyos; encargole además dijera a su soberano y a la corte, de parte de Dios, que hiciera penitencia. La amonestación produjo sus frutos: el Rey se arrepintió de corazón y guardó desde entonces sincera amistad con el Santo.
En la terrible invasión de los turcos, que en la toma de Otranto (1480) pasaron por las armas a ochocientos de sus habitantes, y amenazaron a Italia entera, las súplicas del Santo ermitaño fueron la salvación. Pasó ocho días de oraciones y de ayunos, al cabo de los cuales comunicole el Señor que trataría con misericordia a aquella nación; Francisco anunció a los monjes que la suerte abandonaría en breve a los turcos, lo cual tuvo fiel confirmación.
Luis XI de Francia estaba a la sazón acometido de una terribre enfermedad que los médicos no podían atajar, por lo que no confiaba ya en otro auxilio que en el divino. La fama del taumaturgo italiano despertó en el Rey vivos deseos de tenerle a su lado.
Aunque le llamaba personalmente el monarca, Francisco de Paula se excusó humildemente y se negó a partir de Calabria; el propio Rey Fernando no obtuvo mejor resultado; pero así que el Papa Sixto IV hubo hablado, por obediencia y a pesar de sus sesenta y tres años y del afecto que tenía a sus Hermanos, de los que había de separarse, proveyó al nombramiento de su sucesor y se despidió de los monjes. Tomó consigo a dos acompañantes y partió para Francia. En Roma se avistó con el Sumo Pontífice, del que recibió muy paternal bendición. Su viaje fue verdaderamente triunfal y señalado con varios milagros.
En Amboise le aguardaba el joven delfín y futuro Carlos VIII, que salió a su encuentro desde el castillo de Plessis-les-Tours, residencia del Rey. Éste, a su vez, acudió a recibirle rodeado de su corte y luciendo magnífico manto real. Presentose de hinojos ante el monje calabrés, le rogó que obtuviese su curación y la prolongación de su vida. «Si tal es la voluntad de Dios» -repuso Francisco.
Días después, ante nuevas instancias del soberano, le respondió: «Majestad, arreglad las cuentas del Estado y de vuestra conciencia, porque para vos no hay milagro, ha llegado vuestra hora; aparejaos para presentaros ante Dios».
Estremeciose el Rey al oír tales palabras, pero la gracia penetró su alma; sometiose humildemente al decreto de la Providencia y suplicó a Francisco le asistiera en sus postreros momentos; misión de caridad que el santo monje aceptó con celo verdaderamente sobrenatural.
Luis XI murió, en efecto, santamente el 4 de agosto de 1483. Su primogénito contaba sólo catorce años y la nación no gozaba de paz; pero allí estaba Francisco para ayudar con sus oraciones, consejos e influencia al joven Rey, que le estuvo siempre muy agradecido; y así, en lugar del modesto eremitorio, mandó edificar el príncipe un monasterio llamado de Jesús María, cuya construcción, al igual que la de los de Calabria, fue acompañada de muchos prodigios. Terminado en 1491, llegó a ser plantel fecundo de santos monjes que, en menos de veinte años, dio origen a veintiocho nuevos monasterios en Francia, España, Alemania e Italia.
Entre los que fundó en Francia, fue uno de la ciudad de Tours, para cuya fundación le dio Luis XI su palacio real y mandó edificar una iglesia y casa amplia en que viviesen el Santo y sus religiosos. Carlos VIII tenía en gran aprecio al Santo, le consultaba con frecuencia en los asuntos del Estado y tuvo por gran dicha que quisiese sacar de pila a su hijo el Delfín.
El monasterio de Roma, dedicado a la Santísima Trinidad, situado en el monte Pincio y reservado a los monjes franceses de la Orden, fue un exvoto de Carlos VIII en agradecimiento por las victorias de las campañas de Italia. Hoy día lo habitan las religiosas del Sagrado Corazón.
En distintas ocasiones puntualizó Francisco con insistente y maduro examen la Regla que había de dejar a su discípulos. El papa Alejandro VI, a quien fue presentado el primer esbozo, aprobó la abstinencia perpetua y el nombre de Mínimos en sustitución del de Ermitaños de San Francisco de Asís, que tenían hasta entonces. El mismo Papa aprobó en 1501 una nueva redacción que incluía un cuarto voto, a saber: guardar Cuaresma perpetua. La postrera redacción fue aprobada en 1506 por Julio II.
Francisco manifestó deseos de volver a Italia a pasar los últimos años de su vida entre los monjes de primera hora, en su pueblo natal. Al efecto solicitó licencia del Rey Luis XII quien, conociéndole muy poco, se la otorgó; mas, apenas corrió la noticia cuando el cardenal de Ámboise se presentó al Rey y puso a su consideración la pérdida enorme que ello representaba para Francia. Luis XII dio contraorden al instante y un correo mandó volver a Francisco y a sus dos compañeros. El monarca hizo protestas de aprecio al santo anciano y le prometió ser para su Orden el más valioso protector.
Obligado a quedarse en Francia, se dispuso a celebrar un Capítulo general, convocando a él a los Padres más eminentes por su ciencia y su virtud.
Finalmente, el 15 de enero de 1507, siendo el santo Fundador de edad de noventa y un años, fue advertido sobrenaturalmente del momento cercano de su muerte y desde aquel instante no abandonó más la celda, y se dispuso a dar el gran paso de esta vida a la eternidad. El Domingo de Ramos le acometió la fiebre, y el Viernes Santo, 2 de abril, cerró los ojos a este mundo, abrazado al Crucifijo y diciendo: «En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu», después de bendecir a sus Hermanos y recomendarles encarecidamente la práctica de la humildad y de la caridad, cuyo vocablo latino charitas, rodeado de llamas, le servía de blasón.
El cuerpo de Francisco quedó expuesto en la capilla del convento de Plessis-les-Tours, y fue tal la concurrencia de gente que se hubieron de atrasar varios días las honras fúnebres. No tardaron los milagros en hacer ilustre su sepulcro y entre las curaciones logradas por su intercesión merece citarse la de la princesa Claudia, hija única de Luis XII, y más tarde esposa de Francisco I. En prenda de gratitud y porque se había obligado con voto, su madre Ana de Bretaña emprendió sin demora la causa de canonización del Santo. Su instancia fue favorablemente acogida por Julio II; constituyose el tribunal y dieron principio las encuestas y declaraciones. Seis años más tarde, por Letras pontificias fechadas a 7 de julio de 1513, León X declaró Beato a Francisco, y el 1° de mayo de 1519, el mismo Papa le canonizó con extraordinaria solemnidad.
En el mes de abril o mayo de 1562, esto es, cincuenta y cinco años después de su muerte, conforme el mismo Santo lo había predicho, fueron profanados sus restos y quemados por los herejes protestantes, no pudiéndose retirar de las cenizas más que unos pocos huesos medio calcinados.
Oración:
Sol luminoso de caridad y verdadero Padre de los pobres, glorioso San Francisco de Paula, como pobre y necesitado de salvación recurro a ti para que me alcances del Señor una fe viva, una esperanza fuera de toda duda, una caridad ardiente con mis hermanos y una paciencia inalterable en las pruebas y contrariedades de la vida.
Tú, que de un modo vivo y completo reflejaste la imagen de nuestro divino Redentor, ayúdeme a modelar mi vida según el ejemplo y enseñanzas de nuestro Señor y Salvador, Jesucristo.
Dame tus bendiciones y ayuda poderosa en toda necesidad material o espiritual, e intercede por mí para que pueda resolver de manera satisfactoria las dificultades y problemas que tanto me afligen; tú que fuiste distinguido por Dios con el don de obrar incontables milagros haz, glorioso san Francisco de Paula, que alcance del Señor lo que con esperanza solicito: (hacer la petición).
Oh santo bienaventurado, confío en tu valiosa y prodigiosa mediación y sé que con tu ayuda seré prontamente atendido.
Caritativo y venturoso san Francisco de Paula, tú que fuiste elevado a la gloria de los santos, y velas con amor y caridad por los que a ti acudimos, consigue también de Dios Misericordioso que caminando santamente durante esta peregrinación terrena, merezcamos gozar contigo de los inefables gozos de la divinidad en la plenitud de la eterna bienaventuranza.
Espero confiadamente alcanzar estas gracias con tu eficaz y poderosa ayuda y protección y la maternal intercesión de la Santísima Virgen María, en virtud de los méritos infinitos de nuestro Señor Jesucristo. Amén.