El paseante amigo del fúnebre turismo (¡tan galo!), el de las tumbas y los panteones -puesto de moda hará unos años por el inevitable Cees Nooteboom-, no hallará grandes acicates si hace lo propio por los recios suelos del camposanto municipal de Calanda, pleno de historia(s) y pétreas resonancias intrahistóricas. No obstante, un nicho escondido, oculto entre los demás nichos y, sin embargo significado por su persistencia intacta, bien podría llamar su atención de saber, cual sutil sibarita, que allí reposan los mortales despojos de Mosén Vicente Allanegui; erraba Vladimir Nabokov en el prolegómeno de su triste novela Risa en la oscuridad aquello de que la biografía de todo hombre puede quedar perfectamente compendiada en las inscripciones de su sepulcral lápida. ¿Puede tanto una lápida? No, no al menos en el caso de Mosén Vicente.
Finado el año de Nuestro Señor de 1948, día 6 de abril, Mosén Vicente parece que vuelve cada cierto tiempo sobre las conciencias de sus convecinos, entre los que me incluyo. Con la Semana Santa de 2020 a un tiro de piedra, el que algunos, con anacrónica trivialidad, han osado llamar “ecologista”, fue ante todo y sobre todo un “diletante” sin complejos, en el buen sentido de la palabra. Erudito local, sí, fue ante todo y sobre todo; erudito cabizbajo, atravesado su tiempo en pintorescas empresas, pensativo tras los lentes, como sometido a gravedades del otro mundo, sumido en arcanos laberintos de improbable resolución, entre la arqueología especulativa y la creación sin lustre, entre la literatura de poca monta y el arte aldeano, la música de tosca armonía y el coleccionismo de todo tipo de zarrios.
Fue, entre la gente del clero calandino, el más mundano y civil de los que están de paso, y entre los “camaradas”, el más religioso de la milicia. El “compañero” Vicente (como solía llamarse durante la Cruzada) sobrevivió a la furia de la horda roja, y pudo zafarse del destino glorioso del Beato Albert y demás religiosos mártires, pasados por las armas comunistas para gloria de Cristo. Sacerdote cuasi-secularizado en tiempos oscuros, laboró en el curso de una vida sacudida por la violencia y la amnesia de una nación que, lentamente, comenzaba a despertar… Esa España postrada que comenzaba a levantar la testa, tenía en él un buen ejemplo de astucia y certera agudeza, de esclarecido saber capear en tiempos de tribulación.
Tuvo muy buenos amigos. Toda la Calanda de entonces lo tenía por uno de los suyos. Si el lúcido visionario teutón Nietzsche se hubiera sentado a comer con él a la mesa, mucho duda un servidor que hubiera arrojado al papel inmaculado aquella inmunda coda vertida en El Anticristo. Mosén Vicente, que era un cosmopolita de biblioteca y a la vez un rústico-intelectual sin residuos de pedanterías vanas, siempre hizo acopio de estilo y clase, y bien pudo hacer suya aquella sabia máxima: “Nada de introducir y copiar; lo que ocurre fuera es bueno para aprender y malo para importar”
De su inspiración militar, emanada del rizoma de su castrense familia, nos ha llegado su celebrada marcha para percusión, la Palillera, todo un prodigio de síntesis y depuración maestra, quintaesencia del devaluado Tambor de Calanda (el Tambor en definitiva, a cuyo lado, todos los restantes toques de tambor y bombo saben, cómo diría, como a noble hojalata, pero hojalata al fin y al cabo). Esta Marcha Palillera, que funda en el entrechocar de los palillos el leitmotiv marcial de su esencia, es más que nada una llamada al orden, es decir al principio de solidaridad católico (en la terminología donosiana) que dota de sentido y trayecto metafísico a un pueblo que es, por un lado, realidad histórica, y por el otro, unidad de destino metafísica. Una España en miniatura, un resumen minúsculo pero impecable donde la grandeza de la nación y la pequeñez de la ermita consagrada se abrazan de común, lógico acuerdo.
En cuanto a la parte de la historia, la parte del león y la que aquí traemos, quedan esos jugosos Apuntes históricos que ya nadie lee, pero que allí aguardan, impasibles al polvo y la araña, para decir a viva voz de tinta lo que nadie podrá negar quiera o no quiera: que si Calanda es algo es porque Calanda se forjó Católica, Apostólica y Romana, sin hacer concesiones a la burda heterodoxia. Ya podrán los enemigos internos (los externos, ¡ay!, los dejaremos para otro guiñote) envenenar las raíces del Gran Tío Pitongo, testigo mudo de siglos de esplendor católico. ¿De qué les sirve a esas turbas de progresistas y aprendices de masones infectar las aguas que nutren el corazón vivo de una realidad ni intangible ni soñada, meramente real, perdurable y vigorosa en su discurrir tempestuoso? ¿De qué les sirve traicionar el espíritu de una realidad histórica viva en su continuidad intrahistórico-generacional? ¿Van acaso a salvarse haciendo el mal? ¡Pobres ilusos!
Preguntas cuya respuesta se encuentra a los pies de la Santa Cruz. Bien lo sabía Mosén Vicente, quien si acaso no murió en olor de santidad, al menos sí lo hizo con la conciencia tranquila, seguro de que, tras sus pasos, una muchachada alegre y enérgica, afín a Juventud de Acción Católica y capitaneada entonces por José Arbiol Sanz -su joven discípulo predilecto-, iba a devolver a la villa, tras el triunfo de la Patria sobre Moscú, todo su esplendor marchito. ¡Y vaya si lo logró! Su espíritu purificó las aguas, devolviendo a la conciencia colectiva de la villa el sentimiento de unidad religiosa, seriamente dañado tras los horrores de 1936.
Setenta años largos después de su muerte, Calanda se debate entre la gran crisis de la apostasía y la subsistencia de su rico legado espiritual, católico, perpetuado en una remanente fiel de amigos de la Cruz. Es un tema grave, capital, terrible, que decidirá la supervivencia de la villa o, en caso contrario, su extinción en la balumba globalista, multicultural, que todo lo arrastra, corrompe y aniquila.10
José Antonio Bielsa Arbiol