Por el Prof. Javier Barraycoa
Jean-François Revel, en una obra injustamente olvidada, El conocimiento inútil, sentenciaba: “La primera de todas las fuerzas que dirigen el mundo es la mentira”. Terrible paradoja de un mundo, una civilización, que se ha forjado en el conocimiento y en la información. La modernidad de nuestra cultura occidental creyó imposible el progreso -social y político- sin asociarle la racionalidad y la libre circulación de las ideas. Los teóricos de la Democracia no tardaron en unir en matrimonio indisoluble la libertad política y la libertad de prensa. En el mismo momento que se especulaba sobre el contrato social, se inauguraban las polémicas sobre la libertad de expresión y la censura. La prensa y el periodista entraron en la historia, a partir del siglo XIX, por la puerta grande. Ellos eran el “cuarto poder”, los garantes de la verdad y de la democracia, el “Ojo público” -que anunciara Bentham- que observaba y controlaba el correcto funcionamiento de los parlamentos; el contrapeso a un poder que tendía a pervertirse por propia naturaleza.
Pero, con el transcurrir del tiempo, ¿qué ha quedado de esos iniciales anhelos? Revel, denuncia que toda una casta de profesores, intelectuales, políticos y periodistas, han conformado una mentira sistemática sobre nuestra propia civilización. El dominio de las ideologías sobre la realidad ha pervertido el conocimiento que teníamos de nosotros mismos e impide vislumbrar el futuro con certeza. Los guías de la democracia se han tornado ciegos, de esos ciegos que no quieren ver y no dejan mirar. El optimismo ilustrado y la fraternidad que cantara la Revolución francesa, se han trocado en una común desconfianza hacia políticos, intelectuales y periodistas. Desde que tenemos registros de la opinión pública, sabemos que profesiones como la periodística han ido perdiendo su prestigio inicial. Se da, además, la contradicción de que las instituciones democráticas o los partidos políticos son peor valorados que el Ejército o la Policía. Malos fundamentos para una democracia. Pero la caída en picado del prestigio de aquellos que debían ser modelo y ejemplo, no resta responsabilidades. Privados, en cierta medida, de la intelligentsia de nuestra cultura no estamos exentos del deber de informarnos, reflexionar y decidir. Más en concreto, como un extraño bucle, estamos obligados a inquirir sobre los que tienen sobre sus espaldas la responsabilidad de informar sobre la realidad.