Los nacidos en el siglo pasado carecíamos del excesivo entretenimiento de las pantallas que hoy nos entontecen. Para matar, o al menos adormecer, el tedio infantil de la hora de la siesta teníamos los comics, los tebeos, las historietas. Leíamos las aventuras del Capitán Trueno, las gestas militares de los protagonistas de Hazañas Bélicas o los están locos estos romanos de las historias de Asterix y Obelix. Devorábamos con fruición todo ello y luego, en la calle, con los amigos, nos osábamos a materializar lo leído interpretando a nuestros héroes del reino de la mesilla de noche. Apurábamos cada momento regodeándonos en esa épica del viaje del héroe, en la lucha por el bien ante las fuerzas del mal y en rescatar de un ficticio secuestro a la princesa del barrio, que nos hacía ojitos cuando vencíamos a ese mago de poderes misteriosos y, en la victoria, elevábamos nuestros fuertes brazos a lo Conan el Bárbaro. Y nos casábamos de mentirijillas con la princesa de la que hoy nada sabemos o no nos mira ni a la cara.

En la adolescencia, los más aplicados y menos cobardes, nos aferramos a la grupa de Rocinante, cuyo dueño de tan loco tan loco se volvió cuerdo del todo. Nos reíamos de sus aventuras, pero en nuestro interior se acrecentaba la fortaleza de su brazo, las épicas batallas contra ejércitos enteros (qué más nos daba que éstos fueran de ovejas) y la valentía para desfacer tuertos a cada paso dado. Anidaba en nuestro pecho lampiño y juvenil el águila de la vida con épica, la del héroe, la única que merece ser vivida. No era ésta, la épica, exclusiva de la juventud o infancia del último tercio del siglo XX, pues ya venía de lejos; de hecho ahí empezó a torcerse.

La épica está con nosotros desde las cavernas. El hombre siempre ha estado necesitado de historias capaces de ponerle en su sitio, en antecedentes, y hacerle mirar, como no puede ser de otra manera, hacia el futuro. Necesitábamos al bardo de las historietas de Asterix y Obelix, o a uno que cumpla su función sin desafinar, para que  contara (y cantara) las hazañas de los mejores, las narraciones que nos dijeran de dónde venimos y lo grandes que hemos sido para saber ser lo que hemos sido llamados a ser.

Los romances, las canciones épicas y los cantares de gesta no sólo nos hablan de historia, también nos contaban lo que los héroes hacían y, como si de un espejo se tratara, lo que debíamos imitar para vivir una vida plena, merecedora de ser vivida. Esta épica mítica, gloriosa y un tanto olvidada no es necesaria aplicarla sólo en tiempos convulsos y de guerra, sino también para ese día a día cotidiano en el que todos los seres humanos nos movemos. Nuestra vida necesita palabras, pensamientos y actos heroicos. Pequeñas gestas diarias.

De aquellos héroes antiguos, de sus batallas ganadas (y perdidas), de sus actos y de su trascendencia surgieron los blasones, estandartes y escudos, que fueron acuñándose para representar territorios, pueblos y, sobre todo, personas unidas en una comunidad. Muchos de esos escudos recurrían a la épica militar, otros representaban mediante simbología la fortaleza, la valentía y la humildad. Entre esos símbolos el hombre apegado a la naturaleza rescató las cualidades de ciertos animales: la fortaleza y fiereza del oso, la majestuosidad y belleza del Águila o la nobleza y lealtad del caballo rampante. Con esas representaciones se reflejaban las propiedades que el caballero, guerrero o señor quería transmitir a sus amigos y enemigos, así como legado a su linaje. Por los siglos de los siglos.

Una herencia que hacía grandes a los de su estirpe. Pero también a los que formaban parte de su comunidad.

Ese tipo de símbolos han formado parte de nuestros ejércitos desde tiempos que se esconden tras la neblina de eras arcaicas. A gala los han lucido por todos los intersticios de este mundo. Ora en la Reconquista o restauración del reino ora allende los mares ora en el frío de Europa, etcétera. Con los escudos se reconocía la valentía de los soldados, el inmenso honor de vencer y humillar al turco y la alegría de saberse español. Símbolos de fuerza, astucia y de hacer lo que se está destinado a hacer. De defender lo que se lleva detrás: la familia, la comunidad, la forma de vida.

De un tiempo a esta parte a los soldaditos (así se les ha dado en llamar, como si de juguetes pequeñitos se trataran) se les está restando ese tipo de cualidades que siempre han tenido. O se les supone. No se presta la menor atención a la misión tan importante y principal que tienen encomendada: la defensa de España. Se les envía a guerras lejanas que poco nos importan, edulcorando su labor denominándolas como misiones humanitarias, aunque vivan allí verdaderas acciones de guerra. Pero de cara a la opinión pública, ya emasculada y del todo servil,  se vende como si fueran a poner tiritas y a que los colectivos minoritarios y con riesgo fuerte de exclusión reciban una educación en derechos humanos, igualdad y cambio climático, verbigracia.

A este ejército de soldaditos buenecitos, con aspecto de cooperantes de cualquier ong subvencionada hasta los corvejones, le están eliminando los símbolos de fortaleza, astucia y épica para acomodarlos a una sociedad de carnes fofas y tiernas que está avocada a la extinción por suicidio social, antropológico y cultural. Las águilas reales desaparecen de sus enseñas (con la antigüedad y abolengo que sólo los Reyes Católicos les pudieron dar); las aspas de Borgoña de los Tercios (¡el mejor ejército del mundo!) las borraron hasta del escudo del rey y la Patrulla Águila hoy la han convertido en la Formación Mirlo. Y a pesar de que el mirlo es un ave que me encanta y alegra mis mañanas, carece de toda épica como símbolo y, por supuesto, como nombre para una unidad del ejército que antes de entrar en combate ha de librar la batalla psicológica de la epopeya. Así nuestro ejército más parece una clase de parvulario con nociones básicas de pinta y colorea que una gloriosa milicia temida y respetada por donde sus pies ponga.

Pero ninguna puntada está sin hilo. Todos estos elementos que engrandecían y llenaban de orgullo de pertenencia a los miembros de la comunidad patria, al ser suprimidos o eliminados, no hacen otra cosa que restar sentimiento de pertenencia. Pues al desconectar los símbolos que nos unen, nos desconocemos a nosotros mismos y nos desarraigamos para quedarnos a merced de que cualquier poder político, social y/o económico ocupe el lugar que antaño tenía la épica, la mítica y la comunidad, que no sociedad, de la que se es parte, y nos condene, bajo la sombrilla de la comodidad, el bienestar y la luz azul de las pantallitas, a una vida que no es vida, sólo supervivencia. Y por lo tanto no merece ser vivida.

 

Javier Fernández

El Tábano

Francisco Javier Fernández