Mendizábal le siguió el masón Madoz. Mientras España se desangraba en guerras civiles intentando dilucidar si las raíces patrias debían beber de una tradición milenaria o injertarse en la Europa moderna y protestantizada, Balmes hubo de escribir entonces su mejor obra apologética, El protestantismo comparado con el catolicismo, para responder a las pretensiones supremacistas de Guizot, el calvinista ministro de economía de “Felipe Igualdad”, monarca constitucional y progre de moda en el continente. España se resistía a morir e inició su Tercera Guerra carlista contra un República que sólo prometía la destrucción de la Iglesia y la desintegración de la unidad territorial (pues para quien aún no se ha dado cuenta, todo va junto). Una unidad que fue nuevamente asaltada por el contubernio anglosajón protestante liderado esta vez por Estados Unidos en nuestras Antillas y Filipinas.

Ya habíamos perdido ochenta años antes nuestros virreinatos a manos de la masonería inglesa que ensoberbeció a una elite criolla que se había alimentado de los libros “ilustrados” que llegaban de España. Se entusiasmaban y ensoberbecían con la creación de logias en el Nuevo Mundo como forma de imitación y admiración de la prosperidad anglo-capitalista. La debacle de nuestra Patria allende los mares, llevó a que las miradas se dirigieran nuevamente a Europa, fuente de inspiración de los que querían ser “modernos” a costa de vender el alma. Llegó a nuestras tierras el Romanticismo, esta vez desde Alemania e Inglaterra principalmente. La irracionalidad y el sentimentalismo regalaban los oídos de las elites locales, especialmente en regiones como Cataluña y la Vasconia. Se fue preparando así el camino para fagocitar una religión milenaria asentada y transformarla, sutilmente, en la religión de la raza y la identidad. El pueblo se convertía en nación, esto es, en una nueva religión o cuerpo místico por el que debía tamizarse toda la realidad y la salvación de espíritus ya enfermos.

El liberalismo, así, había ido adoptando todas las formas posibles. Mientras, la desangrada España, a causa de sus elites, engendraba un proletariado cuyo único Dios era el resentimiento hacia cualquier otra clase social. Y así comenzó la cruenta lucha entre religiones secularizadas para ver quién imponía su peculiar idolatría: las naciones inventadas, el socialismo redentor, el conservadurismo liberal, el progresismo dentro del orden. Las falsas religiones sólo tenían un principio común: la autodeterminación de su propia “verdad”. Por lo demás, estaban condenadas a luchar a muerte y así aconteció en nuestra cruenta Guerra civil del 36, acompañada de una cruel persecución religiosa de la que nadie hoy quiere hablar. El franquismo sólo fue un dique de contención de un mal espiritual que venía de lejos. La transición y actual democracia fue el campo de cultivo ideal para que renacieran las viejas idolatrías.

La aprobación de la Ley del divorcio de 1981, fue el principio del fin de un cuerpo social que ya no se conseguía mantener por su propio principio vital. Si una institución indisoluble se podía disolver bajo el principio de autodeterminación de la voluntad de una de las partes, por qué no se podían autodeterminar las naciones inventadas o las clases desfavorecidas. El socialismo, con permiso del conservadurismo, convirtió el estado heredado de Franco en un Estado aparentemente redentor de las miserias e injusticias. Esta nueva iglesia secular burocrática, al no poder liberar a las masas de su enajenación congénita, las consoló con la creencia de que podían ser libres ejerciendo una sexualidad sin límites morales. Y cuando este artificio imaginario dejó de funcionar por saturación, se le ha hecho creer que puede autodeterminar, contra la naturaleza, su propio sexo. Y a las madres, desde 1985, se les convenció que podían autodeterminar su cuerpo, una regla que no era válida para el bebé que llevaban en su seno.

La desintegración de un cuerpo social real e histórico bajo el amparo del irreal principio de autodeterminación, nos lleva simplemente a la muerte como comunidad política. Posiblemente ya éramos muertos vivientes desde hace tiempo, pero en los cuerpos tarda cierto tiempo en manifestarse la desintegración. Los cuerpos vivos mantienen su unidad intrínseca gracias al alma. Nosotros la perdimos allá por el siglo XIX. ¿Podemos recuperarla? ¿podemos revivir? Sólo bajo una condición: reconocer que nuestros ídolos son falsos, beber de las aguas de la verdadera tradición y no de las inventadas y falsas panaceas, humillarnos por nuestras deslealtades para con la Paria y convertir nuestro corazón, dirigiendo nuestra acción allí donde se asienta lo verdadero y eterno. Lo demás es autoengaño y lucha estéril contra los monstruos que nosotros mismo hemos creado o permitido que entren en la historia. Si nos duele la actual desintegración, al menos seamos conscientes de que es un síntoma de un mal espiritual. Y eso es lo que debemos resolver primero, tanto individual como colectivamente.

 

Javier Barraycoa

Javier Barraycoa