El coruñés Wenceslao Fernández Flórez, el más insigne representante del periodismo literario español del siglo XX junto a su paisano Julio Camba, sustituyó su inicial vocación médica por el periodismo cuando empezó a colaborar con varios periódicos gallegos antes de haber cumplido los veinte años. De allí saltó al ABC, para el que publicaría desde 1914 hasta 1936 una larga serie de crónicas parlamentarias por las que consiguió renombre en toda España.
Apasionado de su tierra natal, consiguió que la Real Academia reconociera la categoría de lengua para el gallego, hasta entonces tenido por dialecto, y defendió infructuosamente que Emilia Pardo Bazán fuera la primera mujer académica. Sus primeros relatos fueron ilustrados por Castelao, patriarca del nacionalismo gallego, con quien le unió una buena amistad a pesar de sus diferencias ideológicas. En 1926 fue galardonado con el Premio Nacional de Literatura por su novela Las siete columnas.
Si bien recibió en 1935 la Medalla de Oro de Madrid y la Banda de la República, en sus crónicas parlamentarias reflejó su creciente rechazo al nuevo régimen. El 2 de abril de 1936, un mes después de la victoria electoral fraudulenta del Frente Popular, señaló con desesperanza que, debido a la conjunción de la censura de prensa y el creciente caos, el tiempo de la reflexión política había dejado paso al de la crónica de sucesos:
“La literatura política está desbordada. No tiene sabor, ni color, ni olor, al lado de la fuerte rudeza de los acontecimientos. La censura hace imposible dar a los artículos el tono que necesitarían los momentos que vivimos (…) Estamos más allá de toda teoría; estamos en plena acción (…) Los ingenieros son incapaces de construir diques en el instante en que sobreviene una riada. Los hacen antes o después del aluvión, pero si se dedicasen a poner piedrecitas y argamasa entre los irritados remolinos, perderían el material y el tiempo”.
En las páginas que dedicaría a recordar aquellos meses previos a la guerra, describió la violencia en las calles, las denuncias falsas, las detenciones de coches a punta de pistola para que sus ocupantes pagasen tributo al Socorro Rojo, como sufrió personalmente el presidente Alcalá-Zamora, los asaltos a comercios, el saqueo de viviendas, la ocupación de fincas, el arbitrario envío a prisión de personas de bien “mientras que sus huéspedes habituales ocupaban los cargos públicos”. Pero lo más grave era que no se trataba de desmanes perseguidos por los agentes de la ley, sino que éstos amparaban los crímenes y la voz cantante de la revolución la llevaban los políticos del Frente Popular:
“Una mayoría parlamentaria en la que había hombres procesados por robo, histéricos, analfabetos, energúmenos, estorbaba cualquier discusión con el rápido gesto de sacar la pistola del bolsillo (…) Y la sangre corre bajo la complacida mirada de los ministros, de la Policía, de los periódicos que trafican con las ideas, de una muchedumbre inmensa de hombres envenenados de rencor”.
El infierno se desató cuando el 13 de julio agentes de Prieto asesinaron a Calvo Sotelo y el 18 se rebeló el ejército. Fernández Flórez, perseguido por los frentepopulistas, tuvo que esconderse durante un año. Sus peripecias quedaron reflejadas en varios artículos publicados en el lisboeta Diário de Notícias en los meses siguientes a su huida, artículos que fueron recopilados en el libro O terror vermelho, publicado en 1938 en portugués y nunca traducido al español. Pero sirvió de base para la novela Una isla en el mar rojo, cuyos personajes ficticios recrearon sus propias andanzas y para la que empleó numerosos párrafos textuales de sus artículos portugueses. En ellos había explicado que lo suyo no tuvo nada de especial puesto que desgracias parecidas les sucedieron a muchos otros miles que se vieron perseguidos por los motivos más insospechados, ya que “cuando se anunció oficialmente que se daría armas al pueblo comprendimos que ningún poder sería capaz de contener la catástrofe”
“De repente, el populacho típico de todas las revoluciones se extendió por Madrid: infrahombres sucios de ceño asesino; mujeres hienas, vociferadoras y desgreñadas, que llevaban en los ojos la alegría de poder matar; chicuelos alborotadores, orgullosos del revólver que habían conseguido pero cuyo mayor placer eran las llamas de los incendios; toda la gentuza que sufre de fealdad física o espiritual; la que lleva las serpientes de la envidia en el caduceo de su impotencia; la que representa un salto atrás, el salto del aborigen bestial que da proporcionalmente cada generación (…) Las terribles furias de la Revolución Francesa fueron superadas por estos monstruos. Tantos horrores me hicieron comprender perfectamente que las personas que viven en un medio normal en el extranjero supondrán que son invenciones y que, cuando hayamos desaparecido los que vivimos esta verdad tremenda, las generaciones que lleguen después considerarán estos hechos, lamentablemente exactísimos, como exageraciones de un partidismo inflamado”.
Y comenzó la purga de periodistas de diarios derechistas como ABC, El Universo, El Debate y El Siglo Futuro, sacados de sus casas y asesinados, algunos previa tortura, como sus compañeros del ABC Víctor Pradera, Honorio Maura, Álvaro Alcalá Galiano, Federico Santander, Manuel Bueno y el subdirector Alfonso Rodríguez Santamaría. Así describió Fernández Flórez al personal que llenó el vacío:
“Desde el primer momento se apoderó de los periódicos una gente audaz, impaciente y cruel que surgió entre los propios empleados y del enorme depósito de fracasados que siempre ha habido en cualquier profesión (…) Periodistas de medio pelo y juntaletras que, o por su indigencia mental o por su moralidad desacreditada, siempre habían encontrado desdeñosas e inaccesibles las columnas de los grandes diarios se apresuraron a tomarlas al asalto en aquella orgía de incautaciones que decretaba cualquiera: una asociación, un grupo, un hombre, el Gobierno… el que primero llegase con la pistola en la mano o la escopeta en bandolera”.
Estos nuevos amos de la prensa y la radio, tanto desde los periódicos incautados como desde los órganos tradicionales de la izquierda, dirigidos por Araquistáin, Prieto, Álvarez del Vayo o Largo Caballero, se dedicaron a agitar el odio y a señalar las personas que debían ser eliminadas. Como también experimentaron personalmente Ortega y Marañón, “ser citado en esos periódicos equivalía a una sentencia de muerte. ¿Vive aún Fulano? –preguntaban. –Y el cuerpo exánime de Fulano aparecía al día siguiente en cualquier lugar de las afueras”:
“En sus almas había un odio profundo, amargo, doloroso, nacido del recuerdo de sus continuos fracasos. Y expresaban ese odio con una atención inicua sobre los que, iluminados por el claro sol de la celebridad o por el más pálido rayo de la popularidad, los tenían ocultos bajo su sombra (…) Sus discursos eran incitaciones iracundas, insultos contra todos y contra todo (…) Ninguno de ellos conseguía decir algo interesante, pero bajo el fervor de su odio se les notaba un orgullo infantil por hablar al público a través de aquel medio prestigioso y científico de la radio. La novedad de esta oratoria consistía en la inclusión de palabras soeces pronunciadas sin embarazo y con ostentación (…) La máxima crueldad en los discursos radiofónicos y los artículos de prensa, las más feroces incitaciones al crimen, pertenecieron a una mujer: la judía alemana Margarita Nelken”.
A los dirigentes izquierdistas les culpó del horror provocado por el veneno de sus palabras, inspiradas en el bolchevismo ruso:
“Las ideas eran rusas, los procesos eran rusos; rusos eran los hombres llegados para dirigir las matanzas; rusas las armas, rusos los nombres que se invocaban, las denominaciones de las brigadas, los originales de los grandes retratos que presidían sus reuniones (…) Aquellas multitudes entonaban La Internacional y un himno que decía <<Somos los hijos de Lenin>>. Y su <<¡No pasarán!>> era francés. Yo vi por las calles de Madrid, en pleno verano, milicianos orgullosos de ostentar gorros rusos de piel y blusas de mujik. Decir ¡Viva España! era un grito subversivo. Todo era Rusia. No había nada más que Rusia”.
De aquel “envenenamiento de las ideas” surgió el 19 de julio la “fauna de la revolución”:
“Larvas de hombres, de mujeres, de niños, cubrieron Madrid en aquel día sin olvido. Greñas, muecas, garras, mugre, rugidos, ojos de fuego, rostros asimétricos, cuerpos tarados… Hervían. Salían de todas las esquinas, de todos los sumideros; eran los gusanos de una súbita putrefacción de Madrid. ¿Habían estado siempre allí sin que los viésemos o surgían de cada palabra malvada que hacían caer sobre Madrid por el surtidor de la radio los canallas de aquel oprobioso gobierno? Legiones satánicas, amasadas con odio, con pus, con la animalidad más baja; semblantes de capricho goyesco probaban que entre la bestia y el hombre hay un eslabón que aún no se ha perdido”.
Consciente de que “mis comentarios a las sesiones parlamentarias habían herido muchas vanidades fustigando aquel rebaño de abogaduchos y de advenedizos engreídos”, salió de su domicilio a tiempo para no ser detenido por los milicianos. Así comenzaría una larga escapada de escondite en escondite, acogido por amigos cuyas vidas ponía en peligro y finalmente refugiado en las embajadas argentina y holandesa.
Las legaciones extranjeras en Madrid llegaron a acoger once mil refugiados, incomunicados y sin poder poner un pie fuera de sus puertas, algunos de los cuales sólo pudieron empezar a ser evacuados ya avanzado 1937; otros muchos tuvieron que esperar a la entrada del ejército de Franco. Más suerte tuvieron los catalanes, que en cantidad cercana a los cincuenta mil consiguieron embarcar hacia Francia e Italia.
Tras mil peripecias, narradas como crónica en O terror vermelho y como novela en Una isla en el mar rojo, en julio de 1937 consiguió llegar a Francia en un coche del consulado holandés. Tras dejar atrás doce largos meses de angustia, puso su pluma al servicio de la causa rebelde tanto en las páginas de sus libros como en las del ABC de Sevilla. Allí publicó numerosos artículos dedicados a homenajear a figuras como Sanjurjo y José Antonio, al que consideró un mártir de la patria adelantado a un tiempo que no le comprendió; a agradecer a los países extranjeros, especialmente los hispanoamericanos, el refugio dado a tantos miles; a vituperar al gobierno francés por su apoyo militar y diplomático al bando republicano; a burlarse de “los burgueses simpatizantes de la República que echaron a correr y todavía siguen murmurando <<¡No era esto… no era esto!>>”; a acusar a los dirigentes republicanos de enriquecerse con el producto de sus rapiñas mientras sus seguidores daban su vida en defensa de una República abandonada; y a rechazar los intentos de mediación internacional para alcanzar una paz negociada:
“En España están en lucha dos principios antitéticos e inconciliables en toda su eternidad, que no pueden ni combinarse ni disolverse el uno en el otro. Es el bien y el mal, el odio y el amor, el ser y el no ser de España. No podemos decir: bueno, pues vamos a ser un poco de bandidos. Ni tampoco: nos resignaremos a estar un poco muertos (…) España no se podrá rehacer sin el triunfo”.
Pero la alegría del triunfo no aplacó su dolor, como reflejó en la frase de Léon Bloy con la que encabezó Una isla en el mar rojo: “El sufrir pasa; el haber sufrido no pasa jamás”. Ni sus opiniones políticas ni su consideración del ser humano volverían a ser las mismas. Del marxismo, con el que nunca simpatizó, poco más pudo decir:
“El marxismo es la religión de los envidiosos, de los fracasados, de los inferiores, y como no pueden ascender hasta lo bueno, buscan la igualdad rebajándolo hasta su propio nivel. Son los gusanos burlándose de las aves y decretando que nada hay de mejor gusto que arrastrar el vientre sobre la tierra”.
Pero su crítica no se limitó al marxismo:
“Hay algo en lo que no puede creer ya nunca un hombre que haya vivido en cualquier sitio de la España roja: la posibilidad de una democracia. Hay algo de lo que no volverá a oír hablar sin escepticismo: las innatas virtudes del pueblo (…) Porque la masa es imbécil. Y como la masa es imbécil, la democracia es imposible (…) Pasarán muchos años y acaso los hombres vuelvan a hablar en serio de esas mentiras: pero nosotros, los que hemos visto, sabemos durante todo el para siempre de nuestras vidas lo que es un pueblo entregado a sí mismo”.
Al terminar la guerra volvió a Madrid, pero no halló alegría en ello porque “aquel sufrimiento fue tan grande, que hasta su sombra es un intolerable sufrimiento. Yo he buscado en Madrid mi sonrisa, y no la encontré”. Y en varias de sus obras posteriores, tanto librescas como periodísticas, reiteró que los meses pasados bajo el terror rojo le habían cambiado para siempre:
“Esa innumerable legión de fantasmas con los ojos arrancados, con las lenguas cortadas, con los pies y las manos atravesados por los clavos de la crucifixión, con los sudarios de las llamas que los quemaron, con el gesto enloquecido de los enterrados vivos, con los cráneos, los pechos, los vientres acribillados por las balas de las fieras asesinas, tiene ya su parcela en el campo de los horrores de la Historia humana (…) En realidad, yo he sido muerto violentamente. Muchas creencias que anidaban en mi espíritu no existen ya; mis ideas acerca de los hombres y de los pueblos se han modificado en sus raíces; las concepciones de antes, fruto de lecturas y experiencias, fueron desarraigadas y sustituidas por estotra experiencia más brutal, más profunda, más amplia, más aleccionadora (…) Mucho murió y mucho nació en mí. Nada hay que enseñe y fecundice tanto como el dolor (…) Cuando revivo, como ahora, lúcidamente todos aquellos horrores, me pregunto a mí mismo si de verdad podré volver a encontrar alguna vez en mi corazón fe suficiente para estimar de nuevo a los hombres. Y me temo que, por muy larga que sea mi vida, ya no podrá ser, nunca más, nunca más…”