En una sociedad como la nuestra (donde se ha perdido toda noción de orden natural) lo esencial, como es la práctica y enseñanza de la virtud, se abandona y deja al gusto de cada uno, mientras lo accesorio y prudencial se toma como medida última de toda acción política.
Ese es el caso del llamado “problema de la inmigración”. Desplazamiento de familias y pueblos de un lugar a otro han existido desde el principio de los tiempos. Yahvé llamó a Abraham y Sara a salir de Caldea para marchar a Canaán, y expulsó a Caín a la tierra de Nod.
Pero en España la migración se ha convertido en un importante caballo de batalla político durante la última década. Naturalmente, hay una buena razón para ello.
Comencemos por diferenciar los meros desplazamientos temporales por la razón que sea (estudios, trabajo, turismo), con los movimientos con vocación de establecimiento a más largo plazo. Entre estos últimos, debemos diferenciar entre migración y refugio. Son migrantes quienes salen voluntariamente de su tierra y se dirigen a otra buscando un mejor futuro para sí y los suyos. Casi siempre por motivos económicos, y sin planes de regresar (lo que no quiere decir que en el futuro no acaben retornando). Los refugiados, en cambio, salen de su tierra obligados, por amenaza de pérdida de sus bienes, su libertad, e incluso su vida, si se quedan. Es decir, de forma involuntaria. Y deseando regresar en cuanto sea posible.
En España hemos tenido de todos los tipos. Migraron muchos españoles durante siglos, algunos a las Américas, los criollos (aunque algunos regresaron, y se les llamó indianos), fecundando un nuevo pueblo en aquella tierra. Otros a Francia o a Alemania en el siglo pasado, en busca de trabajo bien remunerado. Muchos más desde los campos a la ciudades durante la industrialización. También hubo refugiados, como bien sabemos los carlistas, cuyos antecesores hubieron de salir de su querida España cuando los gobiernos liberales llevaban a cabo represalias tras vencer en las guerras civiles. Nada hay, pues, verdaderamente nuevo, en el fenómeno de la migración.
Los refugiados (o exiliados, que es otra nomenclatura) lo hacen por dos razones principales. La más frecuente, la existencia de grandes desastres naturales o, más comúnmente, una guerra, que les obliga literalmente a huir. Se caracterizan por instalarse de forma provisional en zonas seguras lo más cercanas a su casa, con la intención de regresar en cuanto sea posible. Un segundo tipo de refugiados, más minoritario, lo son por estar perseguidos en su tierra por una potestad por motivo de su religión (bien lo saben los cristianos que sufren el yugo sarraceno, comunista o hinduista), etnia o ideas políticas (ojo, no confundir con aquellos reclamados por la justicia por delitos contra el derecho natural). Estos desplazados lo son en números más restringidos (por norma se trata de minorías). Sea por una u otra razón, la salida de los refugiados es dramática y corren riesgos graves de no llevarla a cabo. La caridad cristiana obliga al resto de naciones a dar acogimiento a los refugiados (hospes eram et collexistis me, Mt 25, 35), más obligadamente a aquellas limítrofes a donde se produce el hecho dramático. Esto es particularmente obligado, en nuestro caso, hacia nuestros hermanos cristianos en Oriente o en África, donde muchas veces deben huir para evitar la conversión forzosa o el martirio. Afortunadamente, en nuestra ámbito existe poca presión en este sentido, y únicamente se precisa una burocracia ágil para tramitar las peticiones de asilo, comprobar su veracidad y proceder a su ejecución. Los verdaderos refugiados, a día de hoy, no suponen un problema en España.
Asunto muy diferente es el de los migrantes. En su caso, se trata sencillamente de una búsqueda de un trabajo mejor remunerado o en mejores condiciones laborales. Como hemos comentado antes, dichos movimientos poblacionales son antiguos y se dan a todos los niveles. Dentro de España, por ejemplo, es muy frecuente. Pero la existencia de los Estados-nación impone la existencia de unas fronteras, y una legislación diferenciada en algunos aspectos entre naturales y extranjeros. Y el mercado laboral o el tránsito de personas es uno de ellos. En términos generales, esta diferenciación entre nativos y foráneos forma parte del orden natural, y ya la hallamos en el derecho latino. Asimismo, el magisterio de la Iglesia no haya objeción moral a que las autoridades seculares legítimas establezcan las condiciones que consideren prudencialmente oportunas para la regularización laboral, siempre que no vayan contra la justicia y la caridad.
En ese sentido, parece lógico que la legislación imponga a los solicitantes de permiso para trabajar una serie de condiciones, incluyendo naturalmente que carezcan de antecedentes penales, y que tengan un contrato ya estipulado en España para trabajar. Pero hay muchos otros factores que influyen a la hora de conseguir una migración económica que sea beneficiosa tanto para el receptor como para los migrantes. La presencia de extranjeros en periodos más o menos prolongados supone la necesidad de una integración, no sólo laboral sino también humana, en la comunidad que les acoge.
- La adecuación de la oferta laboral a las necesidades de la economía acogedora. Si esa armonización se produce ya en origen (acogiendo a quienes disponen de la mano de obra requerida, y rechazando a los que ofrecen mano de obra ya sobrante en destino) se evita, por un lado, la devaluación laboral (acompañada de salarios insuficientes y condiciones laborales malas) que acompaña de forma casi invariable al exceso de oferta de mano de obra, y de otro, la carencia de trabajadores en ciertos sectores, que repercute de forma negativa en la producción de bienes y servicios y, por tanto, de la buena marcha de la economía. Las instituciones más adecuadas para llevar a cabo esta armonización son sindicatos, gremios, colegios profesionales, patronales empresariales y cámaras de comercio, que disponen de los conocimientos precisos. La participación de la potestad pública se enmarca en la legislación adecuada a esos requerimientos, y la puesta en disposición a aquellas instituciones del entramado consular de la diplomacia española que, hoy en día, es el cauce más indicado. Un migrante que acude sin trabajo, u ofreciendo una mano de obra ya saturada, es víctima propicia para la explotación laboral y, a la larga, empujado a las redes de delincuencia locales para poder ganarse la vida.
- La favorable integración de los trabajadores. Dado que las estancias de los trabajadores extranjeros van desde la meramente estacional (típica de la agricultura), hasta la migración permanente en el nuevo país, se hace indispensable facilitar la integración social de los migrantes en nuestra sociedad. Un trabajador extranjero mal integrado supone la creación de ghettos nacionales, y la más que probable ausencia de patriotismo hacia la tierra en la que vive. La convivencia de toda comunidad humana con cuerpos extraños internos en forma de comunidades particulares insolidarias con el resto es una de las causas más evidentes de conflicto social. La integración social debe conducir, en un plazo relativamente corto, a que cualquier migrante en una generación o menos, fuese capaz de formar una familia con un nativo sin que se produjeran dificultades de convivencia especiales. Para ello, se debe priorizar la inmigración de aquellos cuyas afinidades con la sociedad acogedora sean las mayores, porque su integración es la más sencilla. En el caso de España (a estos efectos incluiremos a los portugueses como si fuesen españoles), por lengua, cultura, religión (mejor dicho, y por desgracia, tradición religiosa) y costumbres, los nativos de Iberoamérica serían los más indicados (sin olvidar que durante siglos fueron los españoles los que allí migraron, con lo cual, aparte de la relación histórica, existe una de sangre en el estricto sentido del término). Secundariamente, los habitantes de países europeos, particularmente los de tradición latina y católica (Italia y Francia), y secundariamente los restantes (germánicos-anglosajones y eslavos). La integración más complicada se da con habitantes del resto del mundo (con la salvedad de ecuatoguineanos o filipinos, por su vinculación antigua con la corona española).
Vivimos en una época en la que el mundialismo dominante ha decidido provocar el mestizaje en Europa, y por tanto también en España. La migración masiva de poblaciones desde las zonas más pobres de África y Asia hacia Europa, independientemente de la necesidad laboral del continente y de las posibilidades de integración, atrayendo a los migrantes con el señuelo de un paraíso de opulencia terrenal, es favorecida desde todas las instancias. Se excusa en suplir el desplome demográfico del viejo continente (ahora literalmente), desplome favorecido por esos mismos poderes mundiales a base de fomentar desde hace muchas décadas el divorcio, la anticoncepción, el aborto y todo tipo de aberraciones y confusiones sexuales.
Hay buenas razones para pensar que este tráfico (que beneficia fundamentalmente a las mafias tanto del transporte de personas como del comercio ilegal mundial) no ha provocado problemas sociales graves tanto en Europa (con una imposible convivencia entre los nativos y comunidades dispares llegadas en grandes números y en poco tiempo) como en los países de origen (que pierden a población laboral joven y normalmente más dispuesta a la formación y el emprendimiento que los que se quedan) por error o como producto no deseado, sino por un plan perfectamente premeditado, por el cual, a los recién llegados, desorientados en su nueva patria, se les ofrecería como acogimiento el cosmopolitanismo desarraigado que esas mismas élites mundiales llevan mucho tiempo intentando inculcar en Occidente. Cosmopolitanismo que se resume en un conjunto de axiomas ideológicos de voluntarismo y sentimentalismo individualista atroz, regulados y dominados con mano de hierro por los estados y sus legislaciones, los cuales a su vez operan, ya no más como autoridades legítimas, sino como meros transmisores de las indicaciones de esa plutocracia mundial que ha provocado esta situación de modo calculado.
El control de los individuos y el dominio de la mano de obra precisan la eliminación de la familia y las instituciones tradicionales nacidas al calor de siglos de tradición política, peculiares en cada comunidad humana, y particularmente luminosas, como no puede ser de otra manera, en aquellas sociedades que reconocieron el reinado social de Cristo, por el cual el amor y la justicia regulan las relaciones entre todos los hombres, sin importar su estatus social o su patrimonio.
De ese modo, el descontrol migratorio y la eliminación de las tradiciones particulares de cada comunidad humana, en aras a una “cultura global” diseñada y controlada para su beneficio por los poderes mundiales económicos y políticos, son hoy en día uno de los grandes vectores de la política internacional.
¿Y cómo se manejaría la inmigración en un sistema tradicional? Ante todo, habría un monarca católico y una unidad católica, lo que se traduciría en una legislación de inspiración católica. Y eso es primordial.
Para empezar, no haría falta “incentivar la natalidad”, sino que las leyes protegerían a la familia, comenzando por proteger el matrimonio indisoluble y su vocación de procreación y amor, en lugar de buscar su destrucción, como han hecho las leyes liberales a base de promocionar el egoísmo, desde la revolución de 1789.
En cuanto al tránsito de personas, sería libre dentro de los reinos y señoríos de la corona, y muy facilitado entre ellos. El movimiento de extranjeros estaría regulado por leyes claras y una administración adecuada, y su acceso estaría más abierto cuanto mayor fuese la afinidad religiosa y cultural, y más cordial la relación entre la monarquía católica y el gobierno nativo del extranjero. Este punto sería totalmente prudencial, y al criterio del rey (quien ostenta la autoridad suprema en relaciones exteriores), asesorado por un consejo de la corona con expertos en el tema.
Acerca de los migrantes económicos, el permiso de trabajo sería otorgado en función de la valoración al respecto que hiciesen los órganos sociales de industria, agricultura y servicios correspondientes, y expedido por el delegado de la autoridad real en cada lugar. Naturalmente, no se entregaría permiso de residencia a ningún extranjero que no acreditara oficio registrado en la asociación laboral local u otros medios de vida suficientes. Por supuesto, cualquier extranjero que se convirtiera en súbdito del rey, se daría por supuesto que acata su autoridad y acepta las leyes que han emanado los cuerpos sociales legítimos, siempre tendentes al Bien Común. El extranjero merece protección, acogida y cuidados, pues así lo manda Dios, pero está obligado a respetar las costumbres (moralmente legítimas) de sus huéspedes.
Bien está que denunciemos y rechacemos la avalancha de migrantes traídos intencionadamente desde países ajenos completamente a nuestra tradición religiosa y cultural, y prácticamente abandonados en nuestras costas y pueblos, de un modo que semeja a una invasión. Pero no caigamos en el nacionalismo y recordemos los deberes que hacia nuestros semejantes nos impone la enseñanza cristiana. La propuesta tradicional siempre ha de ser de orden y articulación en el gran órgano de la comunidad humana de la que Cristo es cabeza. En ese gran cuerpo siempre pueden ser bienvenidos nuevos miembros, cuando sea la justicia y la prudencia la que regule dicha integración.
Luis Ignacio Amorós Sebastiá
Publicado en Ahora Información – 21/12/2021
Afrontar el problema de la migración – Ahora Información (ahorainformacion.es)