Durante muchos años tuve la desgracia de ser cliente de un abogado zaborrero. Lógicamente yo entonces no era abogado, pues comencé a estudiar Derecho a la temprana edad de 35 años, y es una experiencia que recomiendo a todo el mundo, pues cuando se es mayor se entienden mejor las instituciones jurídicas que en la adolescencia.
En Estados Unidos, por ejemplo, la carrera dura sólo tres años, y la enseñanza se imparte con el método del caso, estudiando casos reales, en forma similar a como actúa el IESE, por ejemplo. Los alumnos, obviamente en clases reducidas, se dividen en grupos, y defienden las dos posturas distintas que hay en cualquier litigio. Un alumno hace de juez, otro de fiscal, etc., y el profesor modera el debate, aporta sus valiosísimos puntos de vista, etc. Se aprende a ser abogado, en definitiva, mientras que aquí formamos ordenadores portátiles de dos piernas, que memorizan infinidad de normas jurídicas, todas las cuales están en los libros, y la mayoría en internet… Y luego le damos el premio extraordinario final de carrera al que tiene más memoria, que suele ser el más tonto de la clase. (Y no lo digo por envidia, pues yo también fui premio extraordinario final de carrera de Graduado Social).
Se exige, eso sí, que se tenga una licenciatura previa, con lo cual Derecho en USA es un segundo grado o carrera, lo que asegura dos cosas: que se tienen veintitantos años, pues se han invertido cuatro años en cursar la primera carrera, y que el alumno tiene experiencia y capacidad para estudiar, y la madurez intelectual necesaria, que se adquiere también con el trabajo previo.
Pero a lo que íbamos. Hace años, por los avatares de la vida, caí en un despacho de abogados, llevado por la buena fama del titular del mismo, que compartía con un adjunto, más bien siniestro, pero que parecía buena persona.
Posiblemente por la pesadez e insistencia en la defensa de mis casos, el titular del despacho me fue desviando hacía su adjunto, que no ponía nunca pegas a nada, hacía los escritos, las demandas y las querellas más peregrinas, no razonaba casi nada de lo que hacía, y simplemente se limitaba a cubrir el expediente. Si había que alegar, alegaba. Si podíamos recurrir, recurría, pero no se molestaba en argumentar el recurso, sino que reiteraba la demanda, como si la apelación fuese una nueva vista del asunto. En el fondo no le faltaba razón, pues ilustres procesalistas vienen sosteniendo que en derecho civil –y posiblemente también en el penal-, la segunda instancia es la segunda vista de la primera instancia… Pero claro, una Audiencia como Dios manda, suele dar por bueno lo dicho por el Magistrado o Juez que ha dictado la primera Sentencia, y lo mínimo que debe hacerse en el recurso es fundamentar las discrepancias con su resolución, para que pueda verse de nuevo el asunto, pero con un razonamiento ampliatorio del inicial.
Pero como todo ello exige tiempo y ganas, es preferible darle a la tecla y copiar la demanda inicial, y santas buenas pascuas. Y tan buenas. En una ocasión, en materia de protección de derechos fundamentales, la Audiencia Provincial de Madrid razonó mi condena en costas diciendo que aunque en esa materia no solían imponer la condena, a mí me la imponían, dada la mierda de recurso de mi abogado (perdón por la expresión, que es mía, no de la Audiencia), pues se había limitado a reproducir la demanda inicial, desestimada por el Juzgado correspondiente, sin hacer ninguna valoración jurídica de la misma, ni explicar en qué erraba…
En otro asunto, también perdido, pero que íbamos a recurrir ante la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo, anunció el recurso a los doce días, cuando el plazo terminaba a los diez. Lógicamente se dieron cuenta, y rechazaron el recurso, lo que me obligó a pagar las costas de la segunda instancia, ya que en la primera al haber dudas de derecho o de hecho, el Juzgado no las había impuesto.
El abogado zaborrero citado me suplicó que no pusiese el parte correspondiente al seguro de responsabilidad civil del Colegio de Abogados de procedencia –Zaragoza-, y que ya que él también estaba colegiado en Madrid, reclamase allí, para que el asunto no transcendiese y afectase a su prestigio profesional (más bien desprestigio). Como no soy mala persona –aunque a veces lo parezca-, y había una relación de años, así lo hice.
En resumen, lo que quiero decir es que hay muchos malos abogados, que no se toman ningún interés por los asuntos que llevan entre manos, que pasan de los intereses de sus clientes, y sólo piensan en el dinero que les van a sacar… Son abogados zaborreros. Por cierto que yo creía que esta palabra era aragonesa, pero consultando el Diccionario de la Real Academia Española, veo que existe: “Dícese del obrero que trabaja mal y es chapucero”. Pues eso mismo, pero aplicado a los abogados: abogado zaborrero.
Por simple curiosidad, miro el “Diccionario Aragonés – Castellano” de don Rafael Andolz, y observo que la palabra también existe en aragonés, por lo que supongo luego se españolizó, con la acepción siguiente: “que hace las cosas mal y deprisa”. Respecto al zaborro, sustantivo masculino se dice que es la persona “corta de entendimiento” (el abogado en cuestión, más bien iletrado, encaja en la definición, tanto por su sexo como por las circunstancias).
Claro que en este caso el tonto no era él, sino yo, por confiar la defensa de mis derechos e intereses legítimos a semejante inútil, profesionalmente hablando.
En síntesis, sobran abogados zaborreros, pero faltan buenos abogados.
Ramiro GRAU MORANCHO
Abogado y Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de España