Primero fue la revolución de los ayatolas en Irán, con la subsiguiente crisis de los rehenes, después la intifada palestina y luego la primera guerra de Irak, con Bush padre. No fueron estos hechos, sin embargo, sino el atentado de las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001, los que situaron al Islam y al islamismo como los factores clave de la política internacional, sustituyendo a la URSS como el enemigo declarado de occidente, parcialmente recuperado ahora con la Rusia de Putin, del mismo modo que la doctrina del “choque de civilizaciones” sustituía a la guerra fría, como definitoria del conflicto global más importante.

Después vino la segunda guerra de Irak, ya con Bush hijo, muy impopular en Europa, especialmente en España, y el atentado del 11M en Madrid, del que amplias capas populares responsabilizaron indirectamente al gobierno de Aznar, por su apoyo a Estados Unidos en su cruzada contra Sadam, y que provocaron un cambio de gobierno en España en beneficio del PSOE de Zapatero, que retiró las tropas españolas de Irak y formuló su doctrina de “alianza de civilizaciones”, pese a que antes había apoyado a Estados Unidos en la guerra de Afganistán y, el entonces presidente del Gobierno español del PSOE, Felipe González, había apoyado la primera guerra de Irak con Bush padre.

Hemos lamentado atentados islamistas en Paris, en Manchester y en Barcelona, entre otros lugares. Parece obvio que el terror islamista no es cosa de desiertos lejanos ni una pataleta por la guerra de Irak, que está aquí para quedarse, y que la “guerra de civilizaciones” va a ser el conflicto latente o patente más relevante de la política internacional y, cada vez más, de la política interna, tanto de los países musulmanes como de los occidentales a lo largo del siglo XXI.

Generalmente la percepción de occidente orbita entre el buenismo multiculturalista y el belicismo imperialista. Habitualmente podemos atribuir el primero a la izquierda progresista y el segundo a la derecha liberal, aunque a veces se confunden como en la organización sionista alemana, capaz de defender las guerras de Estados Unidos y los bombardeos de castigo sobre población civil de Israel en Gaza que masacran a niños inocentes y a su vez censurar, por supuestamente racistas, las manifestaciones pacíficas contra la islamización de Europa del PEGIDA. Al final, de la interacción entre gobiernos, medios de comunicación e instancias culturales, tanto de centro derecha como de centro izquierda lo que resulta es una tolerancia pánfila hasta límites de inconsciencia en lo que se refiere al Islam en occidente, hasta el punto de hacerlo prácticamente intocable, paradójicamente combinado con un belicismo extremo en la lucha “contra el terror” a nivel exterior, tomando al islamismo como excusa, frecuentemente contradictoria, para justificar políticas imperialistas, sionistas o directamente genocidas que provocan una inercia de violencia difícilmente controlable.

La izquierda multiculturalista ve en los inmigrantes en general y en los musulmanes en particular unos “aliados de clase” para combatir sus enemigos ancestrales: el cristianismo y la tradición. La derecha liberal, para justificar el imperialismo estadounidense y las políticas genocidas de Israel en Palestina,  configuran una guerra abierta entre el mundo occidental o democrático y el Islam. En ese contexto, a la izquierda progresista no le importa cuáles sean los “valores”  de esos inmigrantes musulmanes, muchos de ellos fanatizados y partidarios del islamismo. Los “progres” europeos contienen su feminismo para aceptar el burka y su homosexualismo radical no les impide apoyar a regímenes que lapidan a los homosexuales. De semejante modo a la derecha liberal no le importa cuáles sean los excesos o inmoralidades de Estados Unidos en las absurdas guerras en las que se embarca ni los de Israel en Palestina.

Una vez más derecha e izquierda se unen en su mala interpretación del problema como ramas distintas de un mismo globalismo. Una vez más, el patriotismo se levanta como única esperanza.

 

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