El ciudadano-consumidor

 

Ante la globalización, agotada la lógica de una vida continuada, regular, sólida y progresiva, sólo queda un camino en el que adentrarse: la lógica de la gratificación inmediata. La sintomatología de una sociedad que sobrevalora lo efímero por encima de lo perenne, ha sido perfectamente descrita por sociólogos como Lipovetsky. Pero autores como Sennet van más allá. La imposición de una sociedad de modas y una sociedad consumista tendrá consecuencias políticas: “¿la gente elige en la política como elige en el Wall-Mart?”, se pregunta el sociólogo norteamericano. La identificación del ciudadano consumidor con el homo–democraticus, es más que preocupante. La temible mimetización que está sufriendo el marketing político con el marketing clásico, nos anuncia el futuro de la política. La “cultura del consumo” ya alcanza la política y ésta no tiene más remedio que adecuarse al nuevo ciudadano. Por eso, el ensayista Vicente Verdú, en su obra Yo y Tú, objetos de lujo (Debate, 2005), nos anuncia la homogeneización de nuestra psiqué a la hora de elegir un producto, una pareja o un partido político. Antes que ciudadanos, somos consumidores.

Peor aún, con los cambios culturales y económicos, nuestra percepción de lo que debe ser la educación está siendo transformada. Las viejas democracias burocratizadas, compañeras del viejo capitalismo, habían puesto a punto una máquina de masificación educativa, a través del control total del sistema escolar. El objetivo era alcanzar una “sociedad de las habilidades” donde la educación “masiva” permitiera el ascenso social “masivo”. Pero el nuevo capitalismo redimensionará la educación. Las transformaciones productivas son excesivamente rápidas, la economía es enormemente cambiante. Las empresas ya no valoran el sacrificio de un trabajador por intentar entender el proceso productivo y la empresa en su totalidad. Ahora se valora el “potencial de adaptación”. Nada debe ser conocido en profundidad, pues resta energías para una más que posible adaptación a una nueva función. De ahí que Sennet advierta de que un fantasma recorre Occidente: el “fantasma de la inutilidad”. Millones de estudiantes pasan años enteros de su vida aprendiendo contenidos que serán inaplicables en su transmutante vida profesional. Sin embargo, sigue la profecía de Sennet, el sistema se encargará de otorgarnos los conocimientos suficientes para poder funcionar como trabajadores, ciudadanos y consumidores. Adquiriremos un conocimiento análogo para poder votar, como el del consumidor para usar mínimamente un producto complejo como un microondas. Lejos queda la idea de un consumidor responsable, exigente y reivindicador que planteara Iria Matathia en su obra Tendencias (Planeta, 2000). Nuestra experta en consumo anunciaba que: “los consumidores están empezando a darse cuenta de la amplitud de su poder como comunidad”. Pero esta comunidad de consumidores es falaz y sus aparentes habilidades no son más que instrumentos de consumo proporcionados por un sistema que necesita de él.

La lógica posmoderna arrastra a conclusiones perversas: la educación no debe consistir en la transmisión de contenidos académicos, sino procurar habilidades de adaptación y consumo. Ante este presupuesto, la crisis de identidad en la comunidad educativa es evidente. La función de los docentes parece relegada a preparar en condiciones al nuevo ciudadano-consumidor.

Javier Barraycoa