Ciencia o Vudú

Bajo el título de Ciencia o Vudú, Robert L. Park publicó un libro cuya finalidad era denunciar la peligrosa tendencia del público en general para dejarse seducir por la pseudociencia. En plena posmodernidad triunfan las medicinas alternativas o los remedios milagrosos. Sin embargo, la desconfianza hacia una medicina fundamentada en la ciencia y los laboratorios, tampoco impide que el consumo de fármacos roce lo compulsivo. Ambas posturas contradictorias ante la medicina clásica, desconfianza y fe ciega, nos desvelan nuevamente el carácter mítico de lo científico. Una excursión a cualquier hemeroteca nos puede proporcionar una experiencia divertida. Entre los anuncios más antiguos que encontramos en la prensa, frecuentan los referentes a lo que hoy llamamos productos milagrosos. En periódicos de finales del siglo XIX ya encontramos  anunciados “remedios científicos y definitivos” contra la calvicie o la gordura. Tras más de un siglo de evidente fracaso de estos remedios, todavía siguen mostrándonos su capacidad de seducir.

En la década de los noventa del siglo XX, aparecía en la prensa norteamericana una campaña comercial de “Vitamina O”. Los anuncios promocionales mostraban gentes vigorosas y testimonios entusiastas sobre los efectos del producto. Se trataba de unas gotas que “oxigenaban” el cuerpo previniendo enfermedades y fomentando la salud. En el prospecto se definía el revolucionario producto como: “moléculas de oxígeno estabilizado en una solución de agua destilada y cloruro sódico”; o sea, simplemente agua salada. En sentido estricto, el anuncio no engañaba a nadie, pues en el agua siempre queda un resto de oxígeno. Aunque con cualquier inhalación profunda de aire por la nariz, absorbemos mucho más oxígeno que con un frasco de “Vitamina O”, que se comercializaba a 20 dólares más gastos de envío.

Este ejemplo, de entre los miles de productos milagrosos que hemos visto aparecer y desaparecer, nos sirve para ilustrar el mecanismo simbólico que rige en este tipo de anuncios. Una versión publicitaria de la “Vitamina O” mostraba un astronauta flotando en una nave espacial. En el texto se leía: “la última generación de la tecnología de la superoxigenación”. Se conseguía así conciliar dos aspectos, dos dimensiones, de la apetencia posmoderna: por un lado, nos invade un deseo por lo natural, por lo originario, en este caso representado por el oxígeno; por otro lado, la tecnología, el progreso científico, representado por el astronauta.

Este extraño maridaje entre la tecnología y la ecología nos define el perfil del consumidor posmoderno. El mundo comercial lo sabe y por eso la publicidad se ha inundado de extrañas terminologías que trasladan nuestra imaginación a un mundo criptotecnológico o criptoecológico. Para el caso es lo mismo. La terminología publicitaria pseudocientífica y pseudonaturalista se acaba confundiendo y fusionando. Así, la mitología científica llega a las masas a través de una nueva nomenclatura: bífidus activo, lacto bacillus casei inmunitas, netralith, Omega-3, expel, blanqueantes activos, bradosol, fórmula “e”, multiagentes específicos, oxígeno activo o megaperls. Estamos ante un mero despliegue lexicológico, porque lo que es semántico, nada de nada. Estos nombres, en su inmensa mayoría, carecen de significado científico y no se refieren a nada en concreto; apenas resultan ser un reclamo comercial camuflado de rigor y novedad.

Una marca que comercializaba huevos, anunciaba que contenían DHA, un componente esencial -se decía- para el funcionamiento del cerebro, la retina del ojo y el sistema nervioso. Hoy por hoy, ningún científico, y por supuesto ningún consumidor, sabe todavía qué es el dichoso DHA. Unas famosas papillas se anunciaban como novedosas al incorporar un -hasta ahora desconocido- proceso de “destrinación”. Pura invención terminológica. Unos pañales sugerían que lo novedoso se hallaba en la “hexometina”, hasta ahora desconocida por el mundo científico. O un producto friegasuelos afirmaba poseer “bioquat”, término que es fruto más bien de la resaca de algún publicista que no de un Vademécum químico. El colmo de la inventiva pseudocientífica lo encontramos en los productos cosméticos. Un lector atento a los prospectos de productos de belleza puede hallar una verdadera fuente de inspiración para escribir una novela de ciencia-ficción. Los prospectos y los anuncios nos hablan de cremas con “complejo protector telomérico”, de “hidroxiácidos”, “tubulinas”, “Complejo Eternagen” o “Sistema Lipoblock”. No en vano la industria cosmética ha sido la pionera en el uso de términos incomprensibles para el común de los mortales.

Deambulando entre lo esotérico y lo científico, hemos creado un lenguaje al que nos estamos -por desgracia- acostumbrando. Este universo lingüístico se completa con apelaciones comerciales a lo “casero”,  la “receta tradicional”, lo de “toda la vida”. Grandes industrias alimentarias apostillan sus productos con un “hecho en casa” o con “productos naturales”. Otras marcas nos prometen “sabor auténtico”; e incluso una anunciaba un producto realizado con “leche fresca”, ¡nada más faltaría!, podría pensar cualquier consumidor. Esta llamada al naturalismo se culmina con el éxito de “los productos ecológicos”. Si navegamos por la legislación europea nos podemos dar cuenta de lo arbitrario del concepto. Para la legislación española, danesa y sueca, el término “ecológico” designa aquel tipo de alimentos que han seguido un proceso de fabricación natural: sin pesticidas, sin conservantes, sin aditivos o sin manipulaciones genéticas. En cambio el término “bio” o “biológico” puede ser usado libremente por las empresas para cualquier producto. Por el contrario en Grecia, Francia, Italia, Portugal u Holanda, la terminología se invierte. En Alemania se utiliza el término “orgánico”, para incluir ambos conceptos. Todo un lío al que el consumidor medio no accede, pues en su imaginario todo lo que contenga un término “naturalista” le despierta una inconmensurable confianza.

El relato de los fraudes ecológicos sería largo y cansino, pero basten unos ejemplos para comprobar con qué facilidad las industrias se adaptan a los gustos y valores de los consumidores. Cuando se puso de moda el concepto “biodegradable”, que daba a entender que un producto no dañaba el medio ambiente, muchos detergentes se anunciaron “sin fosfatos”. De hecho no era mentira, pues casi todos esos detergentes nunca habían contenido fosfatos. No obstante, la nueva etiqueta les confería una respetabilidad ecológica.  También los sprays revistieron sus etiquetas con micro mensajes del estilo: “sin clorofluorocarbonos”, mensaje incomprensible para los que no han estudiado química. Aunque se suponía que la ausencia de semejante producto paliaba el problema de la capa de ozono. En ningún momento en las etiquetas se indicaba qué componente sustituía al maligno elemento o el peligro real de otros agentes químicos que se contenían en el producto. Las denuncias por los fraudes ecológicos, más de las que imaginamos, no suelen trascender de las elitistas asociaciones de consumidores y rara vez llegan al gran público.

Javier Barraycoa