Hace tan solo dos años hubiéremos creído impensable que todos los españoles fuésemos obligados a utilizar mascarilla en todos los momentos de nuestra vida pública y, sin embrago, ahora todos la llevamos para algo tan simple como transitar por la vía pública. La mascarilla se ha convertido en una mordaza que no sólo nos ahoga físicamente, sino también en una barrera que nos aísla y nos aleja en nuestras relaciones sociales en aras a una protección de la salud que a mí me resulta cuando menos dudosa. Pero este nuevo elemento de nuestra uniformidad social no es, ni por asomo, la peor de las mordazas que llevamos.

Una mordaza implacable es la de lo “políticamente correcto” que intenta impedirnos decir verdades cuando éstas pueden no ser aceptables para nuestros contertulios. Afirmar que el ser humano nace con un sexo determinado, hombre o mujer, decir que la violencia no tiene ninguno de ellos o exponer que el infierno existe son verdades de Perogrullo que, aun siendo evidentes, pueden generar una reacción airada de nuestros interlocutores, razón por la que mucha gente las calla para no nadar contra la corriente social. El problema es que, al callar todo el mundo estas verdades, se genera la sensación de que lo cierto es lo contrario.

Otra mordaza muy importante es el relativismo. Para muchos de nuestros congéneres ya no existe la verdad, sino “mi verdad” y “tu verdad”. Olvidan que la verdad sí que existe. Por supuesto, para los creyentes la verdad es Dios, pero hasta el más ateo sabe que las ciencias buscan la verdad; si esa verdad no existiese ¿qué es lo que buscarían? ¿una opinión más?, resultaría absurdo un esfuerzo tan estéril ¿no es cierto? El problema es que el relativismo eleva al zopenco a la categoría de docto y, tras un largo razonamiento por parte de alguien, le basta con contestar algo así como “bueno, esa es tu opinión” para zanjar todo posible debate intentando acallar lo cierto con tan lapidaria frase.

Una mordaza muy en boga actualmente es la mordaza informativa. En el mundo sólo existe lo que cuenta la prensa y tal y como lo cuenta, sin que nadie se cuestione sobre su veracidad, falsedad o inexactitud. Se han vivido eventos cruciales que no han salido en la prensa y, como consecuencia de ello, no han existido, mientras otros de escasa relevancia han sido elevados por ella a la categoría de grandes eventos; se han sacado de contexto declaraciones de personajes públicos simulando que decían algo diferente a lo expresado realmente y son esos personajes los que han tenido que afrontar las consecuencias de sus declaraciones falsificadas y dedicar esfuerzo a intentar contrarrestarlas y se han omitido noticias y exaltado otras por espurios intereses políticos. Pero esta mordaza ha superado hace muy poco todos los límites imaginables: En un momento en que el presidente de los Estados Unidos estaba haciendo referencia a posibles fraudes electorales, todos los medios de comunicación americanos (salvo la Fox) lo han silenciado al unísono; todos a una, de tal modo que parece claro que no se trata de una decisión individual de un periodista o de una cadena, sino de un mandato colectivo de silencio. Y da igual que nos guste o no Donald Trump porque, ciertamente, es grave que alguien coarte la libertad de expresión de cualquier persona, pero lo más relevante de todo es que cuando se logra silenciar y censurar al presidente de la mayor potencia del mundo, podemos hacernos idea del tremendo poder de quien está detrás de ello.

 

C.R. Gómez

C. R. Gómez