En España nunca aprenderemos. Siempre lo mismo, masonería y marxismo.
¿Se acuerdan del inefable sr. Elorriaga? ¿Y del “marianismo” o “tancredismo”? Pues harían bien en olvidar estos conceptos, porque finalmente está claro que no se corresponden con la realidad. No son más que expedientes fugaces que pretenden ocultarnos la genuina verdad del conservadurismo, de la derecha política, en España y fuera de España.
La derecha liberal, el centro reformista, el centro derecha y todas esas músicas han sido, son y serán, lo que han sido siempre en el motor de dos tiempos de la Revolución. Sirven para dar carta de naturaleza, para consolidar sus avances, y ya está. No le den más vueltas, porque no hay nada más.
Sánchez e Iglesias aman y practican la mentira y el engaño, cierto es. Pero no lo es menos que en el teórico partido de los biempensantes, así se consideran ellos, la mentira y el engaño también se practican, aunque en este caso de modo más hipócrita y repugnante. Se interpone un recurso contra la ley del aborto, para dar el pego ante no se sabe quién, lo mismo con el homomonio y lo que haga falta, para mantener cautivo el voto útil de la sedicente derecha sociológica. Esos recursos son tan sinceros como sentidas las lágrimas del cocodrilo. En el debate de las leyes de memoria histórica, democrática o lo que sea – ¿cuántas son? ya he perdido la cuenta – se le dice a los diputados del partido, a los que tienen esa tara mental llamada “conciencia” que se abstengan, que luego si eso ya se interpondrá el recurso. El caso es que luego el recurso no se interpone. Ante la opinión pública pretenden mostrarse al margen de las iniciativas de la extrema izquierda, pero el caso es que no hacen nada tangible para combatirlas en las instituciones supuestamente representativas. ¿Y con respecto a la Patria? Pues, lo mismo. Intentan aplicar el artículo 155 de la Constitución, pero… sin aplicarlo realmente. Es decir, nadar y guardar la ropa, como siempre. No iba a haber ningún referendum. Y lo hubo. Hubo mucho aspaviento con los indultos. Pero al final también se aprobarán. Y como siempre, puede que la Revolución encuentre obstáculos en esta marcha triunfal, pero desde luego dudo mucho que esos obstáculos procedan de un partido de centro-derecha.
Se dice que el terrorismo desapareció de la esfera pública por el triunfo del Estado de Derecho y sus instituciones. Más bien, lo que ha sucedido es que los hemos domesticado, poniéndolos en nómina… en esas mismas instituciones. Han cambiado una vida de revolucionarios profesionales por otra mucho más gratificante, como es la de revolucionarios de salón, de tribuna subvencionada por el Estado. Ya han cumplido su misión, y ahora les han licenciado con honores.
Siempre la misma historia, y si no miren lo que está pasando en Chile. Al principio, siempre tratan de vendernos la misma burra. Parece que sólo se trata de reparar injusticias, la dictadura, dicen. Establecer un régimen democrático, de libertad política. Después, poco a poco, los pesebreros se van envalentonando. Las leyes se multiplican, a las libertades civiles empieza a faltarles el “oxígeno” en medio de una selva burocrática estatal y paraestatal (autonómica, comunitaria, …), cuyos gastos de funcionamiento dan lugar a presupuestos cada vez más excesivos, insoportables y expoliadores. Va estableciéndose una auténtica tiranía, ejercida esta vez astutamente por un poder críptico, y el ciudadano que se había ilusionado con el grito de libertad, se da, por fin, cuenta de que está encadenado. La tiranía estatista, la esclavitud y la expropiación de individuos y familias son la consecuencia normal de esta política, y poco importa que hecho nos esté conduciendo a la ruina y a la desdicha.
Pueden llegar, y de hecho llegan, momentos críticos en que, ante el caos general, el sistema se vea obligado, por prudencia, a arrojar lastre. Entonces es cuando aparece el fantasma del constitucionalismo, el espíritu de la transición y todas esas monsergas. Comprometidos y desacreditados por sus fracasos y por sus faltas, amenazados por los rencores y las venganzas, temiendo una sana y auténtica reacción popular, algunos revolucionarios explícitos se avienen a asociarse con las fuerzas moderadas, conservadoras, o incluso pueden llegar a hacer un breve mutis por el foro en su favor. Luego sucede lo consabido: la derecha arrincona lo que de verdad importa (familia, educación, unidad nacional, independencia judicial, sistema electoral) y, confundiendo interesadamente lo importante con lo urgente, dice aquello de “¡ es la economía, estúpido ¡”. Sin tocar lo esencial de las imposiciones revolucionarias, trata de atenuar sus consecuencias más negativas, dejando en suspenso las medidas más peligrosas y las leyes más impopulares. Engañada con esta tregua, la opinión se complace en creer lo que quiere. Renace la confianza, los ciudadanos reemprenden su labor cotidiana con menos aprensiones y… cuando el mal paso se ha franqueado, los revolucionarios de pata negra expulsan a sus ocasionales compañeros moderados de viaje y ocupan de nuevo el lugar que les corresponde de modo presuntamente nato (la llamada supremacía moral de la izquierda), para reanudar a marchas forzadas la tarea propiamente revolucionaria.
Los sofistas de la Revolución, no sabiendo cómo salir del atolladero desde el momento en que recusaron la investidura divina, inventaron la mayor de las tonterías al afirmar que “el pueblo era soberano” y que “el poder emanaba del pueblo”. Ridícula pretensión, que sería tanto como pretender que se puede ser a la vez gobernante y gobernado, juez y parte, y, de un modo más general, sujeto y objeto. No está de acuerdo con la lógica ni con la verdad que el poder político sea investido en sus funciones por la voluntad soberana y anónima de todo un pueblo que, por otra parte, no dispone de recursos que le permitan escoger, con conocimiento de causa, el Jefe que conviene a la Nación. Y mucho menos —y la historia nos lo demuestra palpablemente— por cuanto, en la práctica, el pueblo se deja conducir, gracias al sufragio universal, por unas facciones organizadas: las del dinero, las de los ideólogos o, más simplemente, los partidos políticos sostenidos por el sistema, entre los que se incluyen desde luego algunos que se dicen “antisistema”, que no dejan de ser disidencia controlada o vanguardia revolucionaria (la marcha larga o velocidad máxima del motor de la Revolución) .
Como si pesara sobre el país una especie de maldición que le niega toda posibilidad de recuperación, las sucesivas revueltas contra el cartel del socialismo, del liberalismo progresista y, en definitiva, de esta estúpida masonería política han fracasado o se han desvanecido sin dejar más que el regusto amargo de la derrota o del sacrificio inútil. ¿Puede sorprendernos, por tanto, que en los momentos actuales ya nadie crea en nada?
¿Acaso no han comprendido, todos esos jefes efímeros en torno a los cuales, en un momento determinado, se levantan todas las esperanzas, que la renovación no puede llegar como consecuencia de un compromiso político con los mantenedores del estado político actual de cosas? ¿No han comprendido que la solución no se encuentra en una evolución de lo que existe, sino en una contrarrevolución, en el sentido genuino de la expresión, es decir, lo contrario de la Revolución, un cambio sustancial que abra paso a los valores tradicionales perdidos?